LA NARIZ, EL URINARIO Y EL ABRELATAS
La
nariz, el urinario y el abrelatas. Sobre un pasaje de El buscador de almas, de Georg Groddeck
José
Aníbal Campos
Publicada en 1921, pero
escrita y reescrita a lo largo de las dos décadas anteriores, El buscador de almas es un magnífico
ejemplo de literatura menor (de novela técnicamente mal construida) que recoge,
en algunos de sus pasajes, lo que tan bien designa la palabra alemana Zeitgeist, espíritu de una época concreta
que, en este caso, constituye a la vez la premonición de todo lo que sobrevendría
en un largo periodo posterior.
La
trama es inverosímil. August Müller, arquetipo del Spieβer (el pequeño burgués alemán), emprende una lucha privada
contra las chinches que invaden su casa, a raíz de lo cual pierde la razón y,
tras cambiar su nombre por el de Thomas Weltlein (Tomás Mundito), sale en peregrinaje
por la Alemania de la primera década del siglo XX
para pregonar a los cuatro vientos su sancho-quijotesca «verdad»: que el
contagio y la enfermedad son la base de todo progreso humano. Tras un sinfín de
descabelladas peripecias –cada una más hilarante que la anterior—, llegamos al
capítulo XXIII, en el cual se recogen
algunas de las claves para disfrutar de esta estrafalaria narración.
En
una típica cervecería alemana, August Müller (ahora ya convertido en Thomas
Weltlein) se enfrasca en una charla con su amigo Keller-Caprese, arquetipo del
pintor postromántico alemán (y por extensión de casi todo el pensamiento intelectual
alemán desde Goethe), cuyo apellido compuesto (Keller: sótano, y Caprese:
Capri o caprino) alude ya a esa angustia (Angst)
–tan arraigada en el alma germana— que oscila entre las elucubraciones sombrías,
los celestes anhelos mediterráneos y la añoranza de esa vitalidad y libertad que evocan los temerarios y alegres saltos
de una cabra entre las rocas de un despeñadero). Lo escuchan otros dos
desconocidos, también prototipos del pequeñoburgués: un profesor de Instituto y
un comerciante. Acusado de plagiario por el profesor, por no ajustarse en sus
peroratas a las normas del discurso académico, Thomas inicia una nueva y
delirante disquisición dando un tajo a la palabra conocimiento, que queda partida en cono y cimiento, a partir
de lo cual, con los breves golpecitos del dedo de Thomas sobre su cónica nariz roja (símbolo fálico por
excelencia entre las variadas protuberancias del rostro), se desata una
avalancha verbal de-constructora (y des-tructora) de todo discurso lineal.
La
singularización (y masculinización) de la nariz –a la que Weltlein llama «mi
narizo» (en sustitución del femenino die
Nase por el masculino der Naser)—,
ahora convertida en un cono y
separada de un tajo del pedestal sobre el que se cimienta la ilusión de superioridad del hombre (la ciencia, el
conocimiento), equivale a lo que en 1917, en el mismo periodo en que aún se
escribía esta novela, haría Marcel Duchamp con un urinario, arrancándolo de sus
anclajes en la pared de un baño público para situarlo en los circuitos de
exhibición del arte y decirnos: «Esto es una fuente».
Hay mucho del método del objet trouvé en las acrobacias verbales y mentales de Thomas Weltlein. A cada sitio que llega, su hilarante y delirante discurso desmonta los conceptos hasta entonces bien anclados en los muros de las retóricas establecidas (ya sean las de la filosofía, la pedagogía, la ciencia o la política), para dejarlos luego ante nuestras narices –nunca mejor dicho— con una funcionalidad interpretativa nueva: la que los asocia a la vida interior (léase sexual) del mamífero humano, la que, según las tesis del psicoanálisis que el autor Georg Groddeck pretendía defender, cimienta todo comportamiento de los hombres.
Una
especie de nariz arrancada de cuajo es también (incluso por su forma) el
meadero de Duchamp. Tanto la novela de Groddeck como la acción plástica del
francés surgen en una época flanqueada por dos periodos en los que las narices
serían arrancadas de sus sitios habituales de un modo menos metafórico o, en el
mejor de los casos, quedarían inutilizadas para siempre por las inhalaciones
del gas mostaza (usado por primera vez, también, en 1917). Es una elocuente
coincidencia que el último poema de otro Georg (Trakl) fuera escrito en 1914 en
un hospital de campaña repleto de amputados, en un lugar llamado Grodeck, localidad
que da título al poema y que estaba situada en las inmediaciones de los
combates de la Primera Guerra Mundial. Por otra parte, la acción plástica de
Duchamp, desde una perspectiva similar, encierra un sentido mucho más literal:
en condiciones de devastación o precariedad como pueden ser las de una guerra, en
un periodo de dinamitación no solo de muros, puentes y edificios, sino de
mutilación de cuerpos y fragmentación deflagradora de los valores, un orinal
puede ser, en caso de sed, un bebedero, una fuente. (Como cubano que soy de
origen, el mito de un Che Guevara bebiendo orine a causa de la sed en las duras
condiciones de la guerrilla, se convierte en todo un símbolo de generaciones y
generaciones bebiendo las aguas turbias del castrismo. Esa Cuba, por seguir con
un ejemplo menos dramático y, en cierto modo, hilarante, podría ser el país con
tasas más bajas de mortalidad de Duchamps del mundo, pues cualquier niño que
consiga superar las invasiones de chinches de sus hospitales maternos hereda
genéticamente el talento del ready made
y es lanzado a la locura de una de las mayores galerías de arte conceptual al
aire libre del planeta. ¿Razón, quizá, por la que el discurso de
neo-neo-vanguardia, en Cuba, suena siempre a impostura y a pedantería de intelectuales
o, en el mejor de los casos, ha de tumbarse sobre la colchoneta usada y con
olor a pies de lo epigonal?)
Las
disquisiciones de Thomas continúan en este capítulo hasta derivar hacia lo escatológico:
la referencia a los griegos navegantes y a su afición por el mar (por «los
líquidos salados») le induce a jugar con la palabra schiffen, que significa a la vez navegar y orinar (¡Otra
vez el urinario de Duchamp!); o, más tarde, le lleva a explicar los pilares de
la sociedad burguesa como un ejercicio consciente de mendacidad cotidiana,
destinado a ocultar las heces (las del cuerpo y las del alma), porque, «¿qué
sería del mundo si las madres no les hubiesen enseñado a sus hijos que la caca
es sucia, apestosa y asquerosa?»
Hacia
el final del libro, Weltlein morirá calcinado y mutilado en un absurdo
accidente de tren, en una explosión de gas que es casi una retrospectiva (o
premonitoria, según se mire) alusión a ambas guerras mundiales. Su hermana («cuya
nariz era tan puntiaguda y estrecha, que podía pensarse que le había arrancado
el pico a algún pajarraco y se lo había pegado a la cara»), intenta identificar
el cuerpo de August/Thomas por su nariz, pero ésta también ha quedado
calcinada.
Los
caminos del arte en el siglo XX continuarían
moviéndose, en lo adelante, entre miembros amputados, entre efluvios poco
aromáticos y deyecciones expuestas. (Quizás un buen ejemplo sería Dalí
recreando, con vulgares labios y fosas nasales, la alcoba kitsch, casi prostibularia y con olor a semen de Mae West).
Quizá
lo desencadenado por los ready-mades
verbales de Thomas Weltlein y por los «objetos encontrados» de Duchamp habría
encontrado su coda final el día de 1961 en que un italiano, Piero Manzoni (en un
intento por encerrar de nuevo en su recipiente al grotesco genio aladínico del
arte autorreferencial) hizo envasar (como paté)
sus propias deyecciones en varias latas etiquetadas y empezó a vendérnoslas
como lo que eran: «mierda de artista».
Pero
me temo que a partir de ese día ya todos nacimos con un objeto encontrado y heredado:
un abrelatas.
(Publicado en la revista Potemkin, núm. 7, mayo-junio de 2014, http://hoteltelegrafo.blogspot.com.es/p/potemkin-ediciones-1.html)
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