LUGO: LA CIUDAD INMÓVIL



Lugo: la ciudad inmóvil


 



por José Aníbal Campos

 
 

Dos maravillas tiene la ciudad de Lugo: una erigida por el hombre; la otra, puesta allí por obra y gracia de la Creación. La gran muralla romana y el río Miño son los portentos con los que dos fuerzas distintas han agraciado a esta pequeña villa gallega. La UNESCO declaró la muralla Patrimonio de la Humanidad, y es en torno a ese pétreo cinturón circular que giran muchas de las decisiones políticas, urbanísticas y hasta triviales de la ciudad. El río, en cambio, parece ser el gran olvidado. A pesar del privilegio de haber sido construida junto a sus orillas, la ciudad se empeña en ignorarlo. Por extraño que parezca, lo cierto es que Lugo ha crecido totalmente de espaldas a su más hermoso recurso natural. Aun en los nuevos barrios que han ido surgiendo hacia el lado de su cauce, los edificios vuelven sus fachadas hacia la muralla, dándole desdeñosamente la espalda al río.
Hasta un patriarca de la poesía gallega como Ramón Otero Pedrayo circunscribe la grandeza del río al hecho de fluir junto a esos muros de piedra:
 
El Miño, al pasar bajo la vigorizante colina de Lugo, que fue castro céltico y acrópolis romana, como la autoridad mítica, trascendente del druida se volvió ley escueta con sonoridades de bronce en el Edicto del Pretor, el río no es el mocito de aldea, con la vara de avellano en la mano, flor silvestre en la oreja, pupilas ilusionadas de vagos horizontes. Siente las campanas de una catedral y pasa bajo la curva de arcos romanos, tendido entre márgenes pratenses, al pie de murallas grises.  
 
En lugar de mirar hacia el fluir, Lugo parece fijar eternamente su mirada en los muros inmóviles de piedra. Estos, a su vez, nos contemplan como esfinges de un tiempo inmóvil. Algunos ventanucos nos sorprenden de repente como dos ojos que nos observan detrás de la autoritaria máscara de un guardia pretoriano. Tal vez ello esté relacionado con esa proclividad de los lucenses a rendir un culto más constante y fiel a los símbolos de la autoridad y los poderes humanos (el clientelismo y el caciquismo son males legendarios en Lugo). Atrincherada tras su muralla, la ciudad parece resistirse a caminar hacia adelante, negarse tercamente a cuanto signifique fluir, avanzar, progresar. Su propio nombre antiguo, Lucus Augusti, tiene resonancias de inmovilidad: lucus, claro de un bosque, lugar sagrado, asentamiento, sitio fijo. Mirar más allá de esa frontera circular puede provocar una suerte de vértigo. Existe hasta un curioso síndrome de la muralla: personas que han vivido siempre intramuros, sienten una especie de desnudez y desorientación apenas se aventuran por los barrios extramuros de la ciudad, que está ahí al lado. Son también muchos los amigos lucenses a los que he oído manifestar su fobia al mar, algo que yo interpreto libremente como una fobia a los horizontes, una inquietud ancestral ante los espacios abiertos.
 
Podría decirse que Lugo es quizá la ciudad española con mayor número de pintores naturalistas por metro cuadrado. Y es que aquí se prefieren los cuadros a las ventanas. En lugar de deleitarse ante el fluir de la vida, el lucense prefiere congelarla y colgar su estática escena favorita en el salón de casa.
  El río ni siquiera es navegable, de modo que no se le ve como un medio para llegar a otra parte, sino tan sólo como una barrera que bloquea el paso. Es quizás una manifestación de la personalidad del lucense la de someterse sin apenas resistencia a lo contingente, a lo dado: «Es lo que hay», es la frase que con mayor frecuencia se escucha en cualquier esquina de la villa, una expresión que denota una mezcla de resignación, sometimiento y humor ante la fatalidad. Si alguna tenaz resistencia oponen los lucenses es tan sólo a la hora de luchar para que todo siga como antes. Y en verdad, son tenaces.
Es lo que hay, nada se puede cambiar. Ese inmovilismo lucense también se manifiesta en uno de los hábitos a la hora de charlar. Ante una pregunta cualquiera, un lucense responde con otra pregunta. Si le abordan directamente sobre un asunto, si se le pregunta «¿Qué piensas tú de esto?», responderá casi invariablemente, sobre todo si la pregunta viene de un desconocido, con un: «¿Qué piensas tú?». Como si fuera necesario esperar la respuesta del interlocutor para luego acomodar la suya. Si le preguntas la hora, puede que te salga con un «Depende».
La diversión favorita del lucense es salir de copas, y eso también lo hace en una suerte de circuito cerrado que incluye el mismo trayecto y los mismos bares, que se recorren uno a uno, siguiendo un orden invariable que casi nunca se rompe y remeda casi con exactitud el trayecto de la muralla. El ritual resulta tan rígido, que cualquiera que un buen día altere el orden preestablecido se siente como un veterano luchador de mayo del 68.
El paseo más habitual de la ciudad es también circular: consiste en recorrer el adarve de la muralla en una o varias vueltas completas, en un ciclo que, hagas lo que hagas, siempre te llevará  a un mismo punto. La figura del flâneur, ese concepto de Baudelaire, retomado luego por Walter Benjamín, para quien recorre una ciudad dejándose llevar por ella, por el texto urbano, sería en Lugo un anacronismo, en todo caso sugeriría la imagen de Ouroboros, la serpiente que se muerde la cola. Hay ciudades que son como párrafos laberínticos que se recorren a tientas; otras son como un camino lineal e infinito, mientras que algunas constituyen oraciones truncas e inconclusas; Lugo, en cambio, es como un palíndroma, esa figura retórica que expresa lo mismo en un sentido que en el otro. Su muralla es como una noria inmóvil en posición horizontal.
El llamado de lo arcaico echa nudosas raíces en Lugo. Venir a la ciudad es emprender un viaje al pasado en toda regla. Si uno entra en la provincia viajando en tren desde Barcelona, tiene que hacer una larga parada obligatoria en Monforte de Lemos (la propia sonoridad medieval del nombre desata las asociaciones). Allí se produce una «transición» a la inversa. La locomotora que nos ha traído desde la Ciudad Condal ha de ser sustituida por una que se adapte a las vías de principios del siglo XX. La transición tecnológica se convierte en el símbolo de toda una regresión en el tiempo.  Las estaciones, las gentes, las cosas nos remiten a una época cuya referencia más moderna alude a un tiempo muy anterior a la muerte del Caudillo, donde, de un momento a otro, el viajero espera ser recibido por un cartel que le anuncie: «¡Bienvenido a Lugo, la ciudad inmóvil, donde el tiempo se detuvo!»

Comentarios

  1. ...traigo
    ecos
    de
    la
    tarde
    callada
    en
    la
    mano
    y
    una
    vela
    de
    mi
    corazón
    para
    invitarte
    y
    darte
    este
    alma
    que
    viene
    para
    compartir
    contigo
    tu
    bello
    blog
    con
    un
    ramillete
    de
    oro
    y
    claveles
    dentro...


    desde mis
    HORAS ROTAS
    Y AULA DE PAZ


    COMPARTIENDO ILUSION
    JOSE ANIBAL

    CON saludos de la luna al
    reflejarse en el mar de la
    poesía...




    ESPERO SEAN DE VUESTRO AGRADO EL POST POETIZADO DE ZOMBIS, EXCALIBUR, DJANGO, MASTER AND COMMANDER, LEYENDAS DE PASIÓN, BAILANDO CON LOBOS, THE ARTIST, TITANIC…

    José
    Ramón...


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