EL IMPROBABLE PERFIL DE FACEBOOK DE GREGOR VON REZZORI





La muerte de mi hermano Abel o El improbable perfil de Facebook de Gregor von Rezzori
por José Aníbal Campos

Imaginemos a un hombre (aspirante a escritor) que se encierra hoy mismo en el cuartucho de una pensión parisina, con pocas pertenencias (pero con acceso a Internet), dispuesto a escribir la historia de su vida a partir de la compilación de cada uno de los posts que ha ido colgando en su muro de Facebook en los últimos diez años.
Imaginemos ahora a otro hombre (también aspirante a escritor) que, hacia los 60, se aloja en esa pensión parisina, se encierra en el mismo cuartucho con su máquina de escribir e intenta reconstruir su vida, iniciada con una deflagración (la de 1914), a partir de los recortes, apuntes, fotos y documentos, de los retazos y las esquirlas vitales que ha ido acarreando por media Europa en un par de cajas y carpetas. 
E imaginemos ahora por un momento que este segundo hombre, armado con folios, tijeras y un bote de goma de pegar, se dedica a conformar el álbum de su vida con cada uno de esos fragmentos, con cada texto garabateado, cada foto amarillenta, cada retazo de factura guardado, cada etiqueta de buen vino bebido, con el olor de los mechones de cabello de todas y cada una de las mujeres amadas, el catálogo entero de sus afectos y desafectos, de sus miserias y victorias, de sus miedos y sus odios. Figurémonos ahora que gracias a la estructura de collage que consigue con su trabajo reconstructivo sienta literariamente las bases de lo que ahora podría facilitar la labor del novel aspirante a escritor de nuestros días en su intento de reconstrucción vital a partir de los retazos desperdigados por la red. Porque, ¿qué es Facebook sino un dilatado álbum de fotos y statements, un libro de caras, de muchas caras, de más-caras de nosotros mismos? ¿Qué es, si no, un escaparate para la exhibición pública y, al mismo tiempo, para la ocultación de quiénes somos verdaderamente? Podría decirse que cada perfil de Facebook participa en la creación del mito personal (de la máscara) de sus usuarios. ¿Y no es esto último, acaso, el principio de la llamada «auto-ficción»?
La obra cumbre de Rezzori, la novela La muerte de mi hermano Abel, vendría a ser el perfil de Facebook que este maestro de la autoficción nunca tuvo y, en ningún caso, hubiera podido ni deseado tener. La ardua pero placentera labor de leerla es como pasar revista al perfil de Facebook de un desconocido al que, tras la lectura de todos sus posts, creemos conocer. Sólo que en el caso de este improbable perfil de Rezzori la colección de recortes se habría iniciado en 1914 y concluido en el año 1976, es decir, cuando cortar y pegar no eran todavía operaciones de ordenador, sino meras labores manuales. 
Aristides Subicz, el «protagonista» (hasta donde puede ser protagonista un yo-narrador cuyo nombre nunca se aclara de forma explícita y que se va diluyendo en un sinnúmero de alter egos; que sabe, además, que todo intento por contar una vida solo puede aspirar a desvelar al lector las «distintas capas paleontológicas de una persona»), recibe de un importante agente literario el encargo de contar «en tres breves frases» el argumento de su último libro planeado. Subicz, que pretende narrar la historia de su vida y ha trabajado durante años en el mundo del cine, por lo que conoce bien los mecanismos por los cuales, ante una consola de montaje, una historia vital puede quedar reducida a recortes, con alevosas omisiones e interesados añadidos del director, sabe que lo que le piden es absurdo, un imposible. El plot de la novela, por lo tanto, no es sino el intento del yo-narrador por convencer al agente de esa imposibilidad. Subicz-Rezzori intuye que ni siquiera es posible construir un yo fiable, por lo que diluye su identidad en otros muchos yoes, en otras muchas caras, y, como respuesta al reclamo del agente literario, emprende la escritura de un libro sobre el proceso de escritura de su propio libro:
Tenía que ser el libro de un hombre que escribe sobre la escritura. Un libro sobre la escritura, precisamente, de este libro.
En la época en la que, en tertulias y cafés literarios de París, no se hablaba de otra cosa que de la muerte del autor a manos de la obra, Rezzori, con la intuición de un «escritor del siglo XIX en el umbral del siglo XXI» (como se retratara más tarde en Murmuraciones de un viejo), emprende el rescate de esa unidad (el autor), escribiendo sobre el proceso de escritura de su propia novela. Cuando la teoría literaria de la época creía haber conseguido, por fin, desclavar de sus pedestales entidades como autor u obra, Rezzori daba un paso más allá al insinuar que tanto uno como otra habían sido siempre fragmentos volátiles, entidades indeterminables, nubes de partículas como las de un caos cósmico, jirones que se expanden en todas direcciones como tras una explosión nuclear, que se unen de pronto de un modo para, poco después, dispersarse y aparecer en un nuevo conglomerado brumoso; que prolifera de repente sin control alguno, como en una cancerígena multiplicación celular, para disgregarse luego en un humus vivificante, generador de una nueva vida. Desde esa concepción poliédrica, semejante a la que surge ante la disposición prismática de varios espejos distorsionadores, La muerte de mi hermano Abel se extiende en miles de corrientes e hilos de agua que a veces desembocan en estancadas lagunas reflectantes y otras, como en un delta, siguen fluyendo hacia un mar brumoso e inabarcable. Las historias se suceden, las anécdotas, los temas, los cuadros descriptivos de un entorno o una atmósfera, los dibujos de un paisaje; ciertas frases aparecen y reaparecen con la frecuencia de un leitmotiv musical thomasmannesco, en un alarde de virtuosismo típico de Rezzori (capaz no solo de hablar con fluidez varias lenguas y divertir a sus amigos con la imitación paródica de decenas de acentos de la Mitteleuropa, sino de reproducir con originalidad los estilos de cualquier autor de lengua alemana); las elegantes y solemnes volutas de un pasaje remiten a un rilkeano art-nouveau que bien podría desembocar luego en la carcajada grotesca de un cuadro verbal expresionista. El tiempo de la narración, las perspectivas, los ritmos y los tonos cambian de forma constante. Las infinitas y breves digresiones del libro darían por sí solas para conformar un par de volúmenes de relatos, o de aforismos, de chistes, de artículos sobre una amplia gama de temas. Y todo con el fin de conjurar la supuesta «muerte del autor», de reivindicarlo como entidad precaria y difusa, sí, pero viva, y de inyectarle, como «escribiente» (un Schreiber, como se define el propio Rezzori), el líquido vivificante que lo convierta en varios autores, en varias entidades, en varias id-entidades, eso que, a fin de cuenta, somos.
Con Abel… Rezzori no solo sigue trabajando en la construcción del mito de sí mismo, sino del mito (o los mitos) de su(s) época(s), ésas que ha venido acarreando consigo a lo largo del tiempo, que han ido solapándose y superponiéndose como capas sobre la piel de este Epochenverschlepper (un barco arrastrero del pasado). Y los mitos, ya se sabe, se nutren de historias contadas. En ese sentido, Abel… remite a dos clásicas compilaciones de historias de la literatura universal: Las mil y una noches y El Decamerón. La novela del «magrebino» Rezzori (ese país imaginado, Magrebinia, creado para englobar en él todo el universo de la Mitteleuropa), es, tanto por su plot inicial como por su riqueza de historias dentro de la historia, deudora de esas dos grandes obras de la literatura mundial. En ambas, narrar se convierte en una estrategia consciente contra la muerte, y en ambas abundan las transformaciones (Verwandlungen) y los enmascaramientos tan afines al mito: esos enjambres de murmullos, peripecias, tramas, rostros, magia y abigarrada realidad que, en su conjunto, conforman el rostro difuso y poliédrico de los mitos, del mismo modo que un individuo no es solo un amasijo de átomos, células, agua y reacciones químicas, sino un conglomerado de historias vitales, de sentires y acciones contradictorias, de marcas y cicatrices, de vivencias imaginadas o reales. (A pesar del poco aprecio que les tenía el propio Rezzori, siendo, como fue, el libro que le dio fama como escritor –aunque también el que lo acuñó para siempre, en la Alemania de la «seriedad bestial» (G. Grosz), como «autor de entretenimiento»—, las Historias de Magrebinia constituyen el primer intento «decameroniano» del autor de la Bucovina, y está por analizar todo el valor que tuvieron para vivificar el lenguaje literario en una Alemania todavía demasiado aquejada de «goetheísmo» y «thomasmannidad».) Abel… constituye la minuciosa labor de (de)construcción de otro mito: el de la Europa del siglo XX; una labor que hace uso de todas las formas de narrar del siglo, por lo que en ella encontramos un catálogo sui generis de estilos y tendencias literarias, un catálogo que, a la par que rinde tributo a lo que compila, parece lanzarle el guiño sarcástico del autor que domina cada uno de esos registros. ¿Muerte del autor? No: incontrolable multiplicación de autores en un mismo autor. ¿Muerte de la obra, de la narración subjetiva? No, más bien todo lo contrario: desaforada proliferación de historias dentro de una historia, pulular de rostros y alter egos, muchedumbre de subjetividades («el YO que se pavonea, el YO que se yergue, el YO-hombre-animal, el YO abstracto, el YO-piel, el YO-carne, el YO-pelo, el YO-de profundis»).

Por haber sido oficialmente austriaco en dos momentos de su vida, austriaco in limine e in extremis (súbdito de los Habsburgo al nacer y ciudadano de la República Federal de Austria cuando le llegó la muerte), a Rezzori se le ha comparado a veces, a la ligera, con otros austriacos célebres como Stefan Zweig o Joseph Roth. Ello se debe, quizás, a que la parte más divulgada de su obra (sobre todo en el mundo de habla española), la más reconocida por el «canon» alemán, ha sido la llamada «memorialística», con novelas como Un armiño en Chernopol, Memorias de un antisemita o Flores en la nieve. Pero el tono de Rezzori resulta demasiado sarcástico y lúcido para permitirse los sentimentalismos de un Zweig o el amargo pesimismo ebrio de un Roth.
La figura de la que Rezzori sí es directamente deudor es la de Robert Musil. Son tantos los puntos en común entre El hombre sin atributos y Abel… que bien podría afirmarse que esta última obra es una personalísima continuación de la primera, allí donde la monumental novela de Musil quedó inconclusa. Ambas comparten la idea de una escritura «huérfana» que ha de inventarse a sí misma en su intento por expresar la realidad, y ambas mantienen ese carácter de «obra abierta», inacabada y deliberadamente inacabable que, como los mitos, quedan a la espera del «escribiente» que retome su escritura. Como Musil, Rezzori se sitúa en un espacio intermedio entre la tradición y las vanguardias, con una mirada escéptica hacia ambos extremos, tomando de cada uno lo que se ajusta a su particular visión de la literatura: por un lado, rompe con la circularidad de la tradición narrativa, y por el otro, se distancia de la descomposición formal de las vanguardias, salvo cuando le interesa incorporarlas a su collage narrativo o desea parodiarlas. Ha sido Claudio Magris quien ha hallado hasta ahora la mejor definición de Rezzori como autor: un «epígono precursor», un deudor de toda la tradición narrativa del pasado que, al mismo tiempo, abre perspectivas nuevas al arte de narrar.
La otra figura intelectual «austrohúngara» con la que Rezzori comparte todo un espíritu de época es la de Elias Canetti. La fascinación de este último por los mitos y por la capacidad de transformación del hombre (Verwandlung), encontró un aventajado deudor en el autor de la Bucovina. La convicción de que cada individuo es una «suma de cualidades, y que cada una de ellas tiene su origen en la milenaria capacidad de transformación», parece ser la premisa constructiva y argumental de Abel…: no existe una forma capaz de definir una identidad o de reproducir la realidad; existen, en todo caso, formas, y solo la incesante combinación de las mismas, su sucesiva metamorfosis podría satisfacer (aunque muy precariamente) la ilusión que guía nuestro afán desesperado por perpetuarnos a través de la escritura. Y es en esta visión donde reside, a mi juicio, la inmediata e insuperada modernidad (¿o habría que hablar ya de post-modernidad?) de la obra de Gregor con Rezzori.

Hay en el estudio del autor en Donnini, Toscana, un enorme cesto que cuelga del techo y que está repleto de cartuchos de caza vacíos. ¿Un cartucho vacío como símbolo de cada palabra escrita, de cada frase pergeñada? ¿La alusión, tal vez, a una realidad que se crea y se destruye con tan solo ser expresada, desde el instante mismo en que se la dice?  ¿Un fogonazo, un disparo destructor y creador a la realidad? ¿Un hueco abierto a una nueva mirada, la mirilla para la curiosidad de un nuevo ojo?
No hay escritura, parece decir Rezzori, capaz de dar trascendencia a una vida o de reproducir la realidad; en un proceso más bien inverso, la escritura viene a ser un tijeretazo a la realidad, el agujero que un recorte deja en un enorme folio en blanco. Y ese recorte solo sirve, en el fondo, para uno mismo, para ser pegado en un álbum personal repleto de otros recortes, de fotos de nuestros inconexos instantes. Ese hueco en el pliego de lo real es lo único que queda, un hueco que, una vez rellenado, será recortado por otro.
Como un infinito chorro de agua cayendo en un depósito: el ímpetu del líquido que cae desplaza al que está asentado en el cuenco, creando un hueco en la superficie, que se cubre al instante de agua nueva, para abrirse otra vez en el instante siguiente, como una boca sedienta.
¿Podrá sacar algún provecho de todo esto el joven escritor de hoy afanado en contar su vida con los huecos y recortes de su Facebook?                                           

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