REVOLUCIÓN CUBANA: DEL CARNAVAL A LA LITURGIA





El 26 de julio: del carnaval a la liturgia

José Aníbal Campos


La madrugada del 26 de julio de 1953 era domingo de carnaval en Santiago de Cuba. Las célebres fiestas santiagueras retornaban, como cada año, con sus interminables maratones de ron y rumba, sus habituales orgías de baile, sexo y kitsch tropical, sus máscaras y disfraces. Ese día, poco más de un centenar de jóvenes, casi todos oriundos del occidente del país, llegaba a la capital oriental confundiéndose con el bullicio y la muchedumbre de la fiesta. También ellos usaban disfraces esa madrugada de julio, pero a diferencia de los demás santiagueros, no se aprestaban para asistir a un baile.
Poco antes del amanecer, vistiendo el uniforme reglamentario del ejército y armados con precarias escopetas de caza, se dirigieron en caravana de autos a lo que sería, para muchos de ellos, el sitial del sacrificio. El objetivo era atacar y tomar por sorpresa el cuartel Moncada (la segunda plaza militar en importancia del país), apoderarse de las armas allí guardadas y hacer un llamado a la rebelión nacional contra la dictadura del general Fulgencio Batista, que un año antes había usurpado el poder con un golpe de estado interrumpiendo el orden constitucional de la nación.
Aquella fue una noche larga. Apenas acallados los tambores, el fragor de los disparos provenientes del enclave militar sacó de sus camas a los recién acostados vecinos de Santiago. Y tras los combates, comenzó la feroz orgía de sangre de los esbirros del tirano, que ordenó asesinar a diez revolucionarios por cada soldado muerto en el asalto.
Por el teórico ruso Bajtín sabemos la relación estrecha que existe entre carnaval y subversión. El carnaval es ese fugaz lapso de tiempo en que los órdenes se subvierten, en que el rico se mezcla con el pobre y las formas populares se elevan a la categoría de patrimonio de todos. Hay en el carnaval un elemento de regeneración, de purga que le es propio. También las revoluciones tienen mucho de carnavalescas. La acción del Moncada fue un fracaso desde el punto de vista militar, pero la teoría del “motor pequeño que echaría a andar el motor grande”, tan publicitada después, se cumplió, convirtiendo aquel fiasco militar en el mito fundacional de la revolución cubana de 1959.
Sólo que una cosa es la revolución y otra, muy distinta, son los revolucionarios llegados al poder con voluntad de eternizarse en él. Si la política es el arte de decir lo contrario de lo que se hace, no cabe duda de que Fidel Castro era ya entonces un político muy hábil. Su alegato de defensa por los sucesos del Moncada, considerado luego el programa histórico de la Revolución, le dio una popularidad inmensa al joven abogado, invistiéndole de la autoridad que le permitiría acaparar el liderazgo de la misma incluso hasta hoy, cuando ha perdido todo su espíritu inicial: la promesa fundamental de aquel alegato (la restitución de las libertades civiles conculcadas en 1952) sigue incumplida al cabo de medio siglo de los sucesos que le dieron origen. O mejor dicho: apenas llegado al poder, Castro dio inicio a un proceso de supresión de libertades que ha ido consolidándose hasta nuestros días. Ya lo sabía Emil Cioran: “Las revoluciones comienzan en un conflicto con la policía y terminan por apoyarse en ella.”
Del Moncada nos queda el mito. La historia verdadera y objetiva de aquellos hechos está aun por escribir. La acción subversiva iniciada en días de carnaval se convirtió en ceremonia oficial. En su ensayo Die politischen Religionen, Erich Voegelin analizaba los totalitarismos del siglo XX como grandes movimientos de masas en los que una ideología asumía funciones de doctrina sustituta de la religión. El Moncada proporcionó a la revolución cubana una de sus sagradas escrituras, le ha dado su panteón de héroes y mártires, su pontífice vivo y una de sus liturgias más importantes: suprimida la fiesta de Navidad, el 26 de julio pasó a ser la Fiesta Nacional por excelencia; cada verano, varios centenares de escolares de todos los rincones de Cuba remedan el asalto en una suerte de primera comunión o simulado “bautismo” de fuego; la sede de los actos oficiales para conmemorar la fecha es concedida como premio cada año a una provincia, a la que acude invariablemente el anciano asaltante con toda la parafernalia de una visita papal, misa y homilía incluidas.
Fidel Castro es el más celoso guardián de su mito. En una entrevista con el teólogo brasileño Frei Betto, se permitía discurrir sobre la misteriosa relación de su vida con el número 26, en un pasaje digno de un místico: “Nací en el año 1926, tenía 26 años cuando empecé la lucha armada y había nacido un día 13, que es la mitad de 26. Batista dio su golpe de estado en 1952, que es el doble de 26”; o se vanagloriaba con regocijo casi pueril de que debe su patronímico a San Fidel de Sigmaringa, un capuchino alemán al que llamaban “abogado de los pobres”.
Por otra parte, la “prensa” cubana, que desde hace algunos años ya ni siquiera disimula, como sucedía en el pasado, la misión encomendada de erigirse en portavoz principal de la mitificación del gobernante, se encarga de sobredimensionar aquel –en verdad histórico- alegato, al punto de calificarlo como “el juicio más importante del siglo XX cubano”.
El pasado 26 de julio los cubanos conmemoraron una vez más el asalto al cuartel Moncada. En estos días se celebra en toda Cuba, con bombo y platillo, el aniversario cincuenta de la autodefensa de Fidel Castro por los hechos de Santiago de Cuba. Una defensa, por cierto, que pudo llevarse a cabo y divulgarse gracias al hecho de que, aun en aquellos difíciles tiempos de la dictadura batistiana, la República contaba todavía con instituciones públicas independientes, y era impensable entonces una maquinaria de control y denuncia como la que ha venido montando para su propio resguardo en estas cuatro décadas el viejo asaltante y experto en subversión.
  Volviendo a Bajtín, cabe recodar que el ruso defendía la actitud dialógica en la escritura de un Dostoievski frente a la narrativa monológica y autoritaria de un Tolstoi; por razones similares, desdeñaba la epopeya a la cual oponía la novela polifónica de un Rabelais, cargada de la fuerza subversiva de la risa carnavalesca.
El asalto al Moncada se inició camuflado entre la polifonía carnavalesca de una calurosa noche de julio de 1953. Heterogéneo y polifónico era también el grupo de valientes jóvenes sacrificados en la acción. Cinco décadas después de aquellos acontecimientos, sólo nos queda un aburrido ritual y un largo, invariable monólogo sobre su epopeya.
Fidel Castro es sin duda un símbolo para muchos en el mundo. Sólo que los símbolos, como se sabe, están siempre a merced de quien los interpreta y se los apropia. Lo realmente paradójico, es que cada vez lo sea menos para sus propios compatriotas, que miran con apatía o sarcasmo un ritual que se repite año tras año y cuya retórica tiene cada vez menos que ver con el duro día a día. Un amigo argentino me comentaba hace poco el júbilo con que el líder cubano fue acogido en Buenos Aires a raíz de su visita para la investidura del presidente Kirchner: “Es como si a finales del siglo XVIII”, me dice, “cuando todavía éramos colonia española, nos hubiese visitado Robespierre”. El ejemplo no podía ser más elocuente. A los cubanos, al menos a una buena parte de ellos, el viejo guerrillero nos muestra cada vez más esa otra cara siniestra que son también las revoluciones.

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