ANA LILIA MARTÍN ("MISCELÁNEO")
Los hijos de Juancho
por
José Aníbal Campos
Cuando en 1925 se estrenó La quimera del oro, una de las escenas que mayor hilaridad provocó de
inmediato entre los espectadores de la época fue aquella en la que el personaje
de Charlot es visto por su compañero de aventuras, en pleno delirio causado por
el hambre, como una enorme gallina. En el apogeo del surrealismo, la onírica
escena no necesitó de demasiadas transiciones para calar como metáfora en el
público y quedar grabada en el imaginario colectivo de la modernidad.
En el año 2004, Sujit Kumar, un joven de las islas
Fiji, hubo de ser sometido a una rehabilitación cuando se descubrió que se
abuelo lo había mantenido encerrado durante años en un gallinero, sin contacto
alguno con seres humanos. Kumar, según referían sus terapeutas, imitaba el
comportamiento de sus compañeras de encierro: «Picotea sus alimentos, sus manos
están dispuestas para escarbar la tierra y hasta emite los sonidos de una
gallina».
Es justamente en el centro de esos dos polos de la
modernidad (lo cómico y lo cruel, lo hilarante y lo grotesco), donde se sitúa
esta nueva serie de dibujos y esculturas de Ana Lilia Martín. Si en Reflexiones sobre la vitalidad (2007)
Ana Lilia nos mostraba, a través de la mirada precisa y lúdica hacia el gesto,
una galería de poses humanas, ahora aquel catálogo de gestualidades se adentra
en una dimensión en la que empiezan a difuminarse las fronteras entre lo humano
y lo animal. ¿Cuándo olvidamos que nuestro tan banalmente ensalzado repertorio
de posturas y gestos tiene correspondencias perfectas en el mundo animal?
¿Cuándo empezamos a pasar por alto que esta mano de aspecto delicado fue
también –es también— una garra? ¿Cuándo que el pavoneo tiene un lenguaje que
flota muy por encima de la mera e insuficiente expresión verbal?
Que las aves de corral están quizás entre los
animales que más metáforas aportan al lenguaje de los humanos, Ana Lilia nos lo
recuerda ahora operando una suerte de inversión: son los gallos y las gallinas,
en estos dibujos, los que parecen observarnos e incorporarnos a su universo, al
tiempo que nos dicen que, desde esa perspectiva, la oferta del hombre como
suministrador de símiles viene a ser más bien limitada. Los dibujos de Ana
Lilia Martín experimentan con una especie de genética simbólica que nos abre
los ojos para las posibilidades combinatorias de todo lo vivo.
Hace años, de un modo algo más literal, un compañero
de estudios –creo que se llamaba Juancho— fue expulsado del estricto internado
en el que «estudiábamos y trabajábamos» por haber irrumpido una noche en el
gallinero de unos campesinos de la zona y haber descargado sus tumultuosas
ansias hormonales de los catorce años en las inquilinas de aquel corral. Era
uno de esos internados cubanos en los que, cual perverso experimento de la
«modernidad ilustrada», se nos prohibía, bajo amenaza de expulsión, hasta coger
de la mano a la chica a la que amáramos en aquella todavía instintiva e
inocente juventud, reprimida por un régimen disciplinario supuestamente humanista.
Estas nuevas criaturas de Ana Lilia Martín se me antojan ahora los hijos de
Juancho. Un homenaje a los instintos, una celebración de la vida al natural,
sin tintes oscuros creados en laboratorio a partir de una mezcla de trozos de
sotanas e hilachas de banderas rojas, negras o azules de sintética fibra,
sumergidas en una sulfurosa solución hirviente. Quien quiera seguir jugando al
parchís del «humanismo», ese humanismo mal entendido que no ha hecho más que des-humanizarnos, no va a poder contar
como contrincante en el tablero –me temo— con la artista Ana Lilia Martín.
© José Aníbal Campos, 2014
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