EL VIAJE DE STEFAN ZWEIG HACIA LA NADA (1)


 

El marco inicial de esta historia es bien conocido: el día 23 de febrero de 1942, la policía de la ciudad brasileña de Petrópolis recibe un aviso sobre el hallazgo de dos cadáveres en el número 34 de la calle Gonçalves Dias: un hombre y una mujer, ambos extranjeros. Sobre la mesilla de noche, una botella de agua y un frasco de Veronal. Encima del escritorio pulcramente ordenado, varios lápices afilados y un manuscrito titulado Declaração, en el que uno de los fallecidos, tras explicar que se despide de la vida por propia voluntad y en pleno dominio de sus facultades mentales, dedica unas palabras de agradecimiento a Brasil, nación a la que lisonjea como a la única que escogería para establecerse y reconstruir su vida después de que su «patria espiritual, Europa», se viera destruida por la barbarie. La firma Stefan Zweig, el autor de habla alemana más leído de su tiempo. Sin embargo, sobre uno de los lechos yacen dos cuerpos. De la mujer —que en un dramático gesto final se ha pasado al estrecho camastro para acurrucarse amorosamente a su pareja y apoyar una de sus mejillas en su hombro—, no se dice una sola palabra.




La escena, tal vez una de las más dramáticas de la historia de la literatura —comparable, quizá, a la del cuerpo inerte de Robert Walser derrumbado sobre la nieve durante un paseo invernal—, es el punto de partida del germanista Reinhard Wilczek para su magnífico ensayo El viaje de Stefan Zweig hacia la nada, que el propio autor subtitula, con acierto, «miniatura histórica». Y es que Wilczek parece inspirarse, en un principio, en aquellas «miniaturas» medievales que ilustran incunables, libros sagrados y vitrales o frescos de iglesias, para, a partir de una única escena, remontarse en una historia vital que ha sido infinidad de veces interpretada por exégetas de distinto cariz. Con ello, en un inteligente juego intertextual, el ensayista adopta un formato por el que el propio Stefan Zweig se ha hecho muy célebre: el de las «miniaturas históricas o literarias» recogidas en libros como Momentos estelares de la humanidad o en muchas de sus (mal llamadas) «biografías».   

Wilczek fija el inicio de ese «viaje hacia la nada» de Zweig en 1925, época de esplendor de un autor que parece haber alcanzado entonces el cénit de su gloria y tener resuelta para siempre, gracias a su infatigable labor intelectual en la década anterior, una existencia material que nunca, en su caso, fue precaria. Ha adquirido un exclusivo palacete en una de las zonas elegantes de Salzburgo y convive por fin oficialmente con quien fuera su amante durante muchos años, Friederike von Winternitz (quien, como ahora sabemos, no es la mujer que yace a su lado en el camastro de Petrópolis, pero sí la que siguió siendo para él leal compañera y firme soporte, después incluso de haber sido abandonada por la que ahora yace allí, muerta: una ex secretaria de su marido, cuyo nombre, de soltera, es Lotte Altmann).                   

Es en 1925 cuando la editorial Insel —en gran medida, una creación de Zweig en colaboración con el editor Anton Kippenberg— publica La lucha contra el demonio, una de esas monografías que han servido de base, hasta hoy, a la inmensa popularidad del autor vienés y que, en nuestro entorno, seguimos llamando empecinadamente «biografías».

(Porque, más que un biógrafo en sentido estricto, Zweig es sobre todo un narrador, un hábil creador de atmósferas y retratos que, aunque impregnados de un estilo anticuado y muchas veces empalagoso, se ven dotados, bajo su pluma, de una viveza que es deudora de la combinación de una escritura sospechosamente hagiográfica y una —en su caso— estratégica aplicación de novedades científicas o técnicas de la época, como el psicoanálisis, el cine o el propio lenguaje de la publicidad. Lo que nos empeñamos en llamar «biografías» son muchas veces hagiografías salpicadas de elementos modernos, más centradas en apelar a las emociones del lector que en atenerse al dato biográfico preciso, como si nos ofrecieran, con el nombre de un producto —un perfume «Nietzsche», digamos, pour homme— la promesa de una iconoclasia y una rebeldía que, imposibilitados de alcanzar por nosotros mismos, podemos comprar.)

Y es con Nietzsche, precisamente—una de las tres figuras retratadas en La lucha contra el demonio—, con quien se inicia en 1925 lo que es para Wilczek el «viaje de Zweig hacia la nada».     


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