FRÁNCFORT: LA GRAN VERBENA
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Con un programa dedicado por entero a la literatura noruega, se inaugura hoy la Feria del Libro de Fráncfort, que en este 2019 va a estar marcada por la polémica que ha desatado el otorgamiento del Premio Nobel a Peter Handke y las durísimas palabras críticas que, como en un nuevo conflicto balcánico llevado ahora al plano literario, le dedicó al galardonado autor de Carintia (de orígenes eslovenos) el joven escritor de ascendencia serbia Saša Stanišić en el día de ayer, cuando le fue concedido el Premio del Libro Alemán. Entre 2005 y 2010 acudí puntualmente (y con gran provecho) a estas citas anuales. Luego el interés por estas "fiestas del libro" (por llamarlas de algún modo) decayó. Y dejaron de interesarme definitivamente. De ese desinterés surgió este breve ensayo publicado en su momento por Cuadernos Hispanoamericanos. Será divertido vivir otra vez de cerca (aunque con la debida y prudencial distancia) la Feria de este 2019. A continuación, el texto que me sirvió de despedida en octubre de 2010, casi al día siguiente de haber entregado a Sexto Piso, con un clic dado desde la cama de mi angosto alojamiento en la ciudad ferial, el manuscrito de Edipo en Stalingrado, de Gregor von Rezzori.
FRÁNCFORT: LA GRAN VERBENA
Si uno contempla el cielo de Fráncfort a cualquier hora de un día
despejado, verá la caprichosa y tupida red de estelas de humo que tejen
los aviones al entrar o salir de la ciudad con frecuencia de pocos
segundos. Fráncfort ha sido siempre un lugar de intenso tráfico fluvial,
ferroviario y aéreo: su posición privilegiada a orillas del Meno, un
afluente del Rin, le garantiza un acceso rápido a la arteria de
transporte fluvial más importante del oeste europeo; la estación
central, testimonio de uno de los muchos ataques de megalomanía
arquitectónica que ha padecido Alemania a lo largo de su historia (el
del Segundo Reich), sigue siendo, con sus más de veinte andenes
principales y su enorme bóveda de acero y cristal, una de las más
imponentes de Europa, mientras que el célebre aeropuerto —encarnación
postmoderna de la Metrópolis de Fritz Lang— constituye tránsito obligado para cualquier viajero habitual.
Pero el tráfico, en Fráncfort, se entiende en un sentido mucho más
amplio: allí tiene su sede el mayor empalme de conexión de la red
alemana, que controla más del 85 por ciento del trasiego en internet.
Con sus más de 370 sedes de entidades bancarias, por la ciudad pasan a
diario muchas de las transacciones financieras del mundo, circunstancia a
la que debe uno de sus sobrenombres: Bankfurt (ciudad de bancos), el primero de una larga lista de apodos —Krankfurt (ciudad enferma), Junkfurt (ciudad
de junkies)—, cuyo uso selectivo pone de manifiesto las distintas
actitudes que concita una metrópoli que encarna los sueños o las
pesadillas de los hombres y mujeres que la habitan o visitan a diario:
admiración ante el esplendor económico del centro financiero más
importante de Europa, o rechazo y escepticismo ante el supuesto estado
moral y mental de una urbe en la que, fuera de las oficinas
acristaladas, prolifera otro tipo de tráfico: el de drogas, sexo y
personas.
Ciudad de extremos, Fráncfort ofrece abundantes claves simbólicas de
las que propician el trasfondo narrativo para cualquier fotografía de
turista. Aquí nació, por ejemplo, Maier Amschel Rothschild, por lo que
tal vez no sea casual que la manía clasificatoria de los alemanes haya
escogido a Fráncfort como enclave "manhattanesco" de la banca mundial
("Mainhattan", la Manhattan del Meno, es otros de los nombres que
definen a esta urbe con el skyline más neoyorquino de Europa).
Pero la ciudad es también la cuna de Goethe, que escribió aquí la primera parte del Fausto,
de modo que el "tráfico" de libros forma parte obligada de su frenética
actividad económica. Si algún emblema ha marcado a Fráncfort es el de
su apoteósica feria del libro, donde los agentes editoriales, cual
estadistas del gusto literario, se atrincheran cada año tras búnkeres de
paneles sintéticos para negociar tratados de cesión de derechos sobre
vastos territorios de palabras. Por allí desfila toda la jet set literaria del mundo, y en algunos stands
cualquiera esperaría que en lugar de un libro le ofrezcan una muestra
de cosméticos, otro de los muchos productos para los cuales, en
Fráncfort, también hay una feria.
La ciudad vive durante todo el año en esa efervescencia típica de las ferias anuales. Messestadt
(ciudad de ferias o ciudad-feria, según se prefiera) es otro apelativo
con el que se la identifica. En ese sentido, Fráncfort parece una gran
verbena del mundo globalizado. Reminiscencia de los ritos paganos de
renovación y fertilidad, la verbena es la fiesta asociada a las ferias
agrícolas de primavera y verano, final de un ciclo de trabajo,
privaciones y recogimiento.
Como la globalización, la verbena es el esperado momento de expansión
extrema. A ella suelen acudir gentes de todos los confines; el labrador
y el ganadero exhiben allí los frutos de sus esfuerzos, y todos pujan
por acaparar la atención y el asombro del visitante ante el repollo más
grande, la vaca de ubre más henchida o la más ponedora de las gallinas.
La multitud acude dispuesta a emular por un título: la más acicalada, el
bailador más diestro, la más guapa. Toda feria es una apoteosis de lo
cuantitativo. "No hay ninguna fiesta que no incluya al menos un
principio de exceso y francachela", nos dice Roger Caillois en su ensayo
El hombre y lo sagrado. Las pasiones se desbordan, la voluptuosidad se infla, la sed y la voracidad se disparan.
Tal explosión de efervescencia colectiva hace que las ferias no sean,
precisamente, el mejor momento para la reflexión o el esclarecimiento.
(Y si por casualidad un cándido labriego de palabras intenta "pelar su
cebolla" en público —como hizo Günter Grass hace unos años en la Feria
del Libro al presentar una autobiografía en la que confesaba haber
pertenecido a las Waffen-SS—, con la honrada intención de
revelar a sus paisanos las variadas capas que cubren la esencia de su
lacrimógeno tubérculo madurado bajo tierra, en seguida le tildarán de
aguafiestas, se le echarán encima y le tirarán del pellejo, siendo él
quien termine como una cebolla pelada entre los quioscos vacíos y el mar
de residuos que decoran el final del jolgorio.)
Es en esto último donde se manifiesta esa otra cara de la verbena: su
transitoriedad. "El ambiente de la fiesta es un mundo de excepción",
nos dice Caillois; del mismo modo que es "la época de la alegría, es
también la de la angustia". (Angstfurt, ciudad del miedo o de
la angustia, es otro de los apodos de Fráncfort). La ciudad del Meno es
un buen ejemplo de lo que Zygmunt Bauman denomina nuestras "sociedades
líquidas", con una élite que la habita, que está en el lugar, pero no es del lugar,
por lo cual su relación de pertenencia con el sitio en que vive es
transitoria y defectuosa —por no decir casi nula. Para Bauman, el hogar
de esa élite, aunque virtual, está allí donde se negocian sus verdaderos
intereses: en el ciberespacio.
Es sabido que en casi todas las grandes urbes alemanas, los edificios
o plazas que definen su centro histórico son auténticos solo en muy
contados casos: totalmente destruidos durante la guerra, fueron
reconstruidos más tarde, con una mayor o menor fidelidad al original.
Pero en Fráncfort, más que en ninguna otra ciudad alemana, crece esa
sensación de estar ante los decorados de un teatro cuando uno recorre su
casco histórico.
El centro de Fráncfort —centro imaginado— parece haber cedido sus
privilegios en favor de otros puntos de tránsito efímero (la estación
ferroviaria, el aeropuerto, el barrio bancario, el recinto ferial), con
lo cual su corazón urbano se ha trasladado hacia lo que Marc Augé
denomina "no-lugares", espacios de la "sobremodernidad", por lo general
deshabitados durante la noche y erigidos en virtud de propósitos muy
puntuales (tráfico, tránsito, comercio, ocio).
Los verdaderos espacios habitados de Fráncfort, sus barrios
residenciales, están formados por barrios antes periféricos como el
Westend y el Nordend, o por distritos más alejados del centro como
Praunheim, Niederrad, Bornheim, Kelkheim, donde a finales del siglo XIX y
principios del XX los abanderados de una nueva arquitectura concibieron
ejemplares colonias residenciales para la burguesía, la clase obrera y
la clase media; o por ciudades con identidad, historia y jurisdicción
propias, como Maguncia, Wiesbaden o Darmstadt, las cuales, gracias a la
amplia red de trenes suburbanos, funcionan en la práctica como barrios
frankfurteses.
En Fráncfort comienza a perfilarse una inversión de lo que Mircea
Eliade definía como "espacios sagrados". Para Eliade, el espacio sagrado
era un lugar de hierofanía, un sitio fijo en el que se revelan las
relaciones entre el mundo y el cosmos. En una ciudad como Fráncfort,
donde se rinde tal adoración a los iconos de la posmodernidad
globalizada, el "no-lugar" pasa a ser una suerte de espacio sagrado en
gestación. Ya Caillois apuntaba la relación entre la fiesta y el lugar
de lo sagrado.
"El día de fiesta", dice el pensador francés, "aunque solo se trate
del domingo, es ante todo un día consagrado a lo divino, dedicado al
reposo, al regocijo y a la alabanza de Dios". En Fráncfort, las ferias
son un espacio y un tiempo de confluencia de los opuestos: en ellas
coinciden el ocio y el negocio, son el lugar para ver y ser visto, donde unos realizan su trabajo habitual, mientras otros, eternos flaneurs
de mundos transitorios, acuden para matar el tiempo, para fisgonear y
enterarse de lo que se "cuece" en otras partes. Desde ese punto de
vista, Fráncfort es como un gran reality en vivo de todos los oficios y todas las vanidades del mundo.
Dicho esto, tampoco resulta difícil imaginar a una familia media
frankfurtesa (él, senegalés; ella, de origen polaco-alemán), cuyo paseo
favorito, cada domingo, les lleve hasta el recinto ferial para
participar de cualquiera de las más de cien ferias que tienen lugar allí
cada año, no importa que un día se exhiban coches, ordenadores o
muebles, y otros sean joyas, cerámica o artículos deportivos. Al fin y
al cabo, nuestra buena familia estaría rindiendo el debido culto a la
nueva divinidad de los bienes de consumo, antes de ir a acodarse en una
mesa de su taberna habitual, delante de un plato de salchichas y de una
buena jarra de cerveza.
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