JEKYLL O HYDE. CARTA ABIERTA EUROPA, por Ilija Trojanow
Copyright: Harald Krichel
Cada verano, en agosto, la ciudad de Ptuj, en Eslovenia, invita al festival literario "Días de poesía y vino". Este verano, su invitado especial fue el escritor búlgaro-alemán Ilija Trojanow, al que se le pidió, como a sus antecesores, dirigirse directamente a Europa. En esta "Carta Abierta a Europa" Ilija Trojanow aborda algunas de las contradicciones morales más acuciantes de nuestra época en nuestro continente, amenazado de nuevo por una corrupción galopante, por el avance de discursos de extrema derecha que se presentan como "morales" y por el cisma entre los discursos públicos y los comportamientos privados. (La traducción es mía, y la carta se publica con la amable autorización de los organizadores del Festival de Ptuj.)
CARTA ABIERTA A EUROPA
¡Estimados europeos y europeas!
¿Estimados cómplices, estimadas víctimas?
Hace poco recibí un correo electrónico de Ayesha el
Gadafi, la única hija del ex dictador de Libia. Aunque no nos conocíamos, la
señora Gadafi me escribía muy confiadamente diciéndome que pretendía
transferirme 27,5 millones de dólares si yo la ayudaba a invertir ese dinero en
mi país. Ella me recompensaría como a un príncipe con una comisión del 30 por
ciento y me pedía que me pusiera urgentemente en contacto con ella.
Por supuesto que no creí que fuera realmente la señora Gadafi
la que me escribía. No era la primera vez que me contactaban de ese modo. Es probable
que también ustedes hayan recibido, al menos una vez en la vida, una misiva como
ésa, que antes llegaban en forma de carta, por poco tiempo por fax y desde hace
ya bastante tiempo llegan por correo electrónico. La trama de una estafa.
Los nigerianos la llaman el «419», en alusión al
correspondiente artículo del Código Penal de aquel país: usted recibe una carta
de una persona que se hace pasar por alguien con acceso a impresionantes
cantidades de dinero (malversado), alguien que recaba su ayuda para extraer ese
dinero de Nigeria (o de Rusia, Brasil o de cualquier otra parte). Algunos
emprendedores nigerianos envían millones de correos de esa índole, y cuando
alguno de los destinatarios cae en la trampa, reclaman modestos pagos de la
administración antes de forrarse. Al que se preste para acudir a un encuentro,
le tomarán el pelo de buena manera.
Los europeos hablan o escriben casi siempre de esos casos
de «419» en el contexto de la legendaria corrupción reinante en países como
Nigeria, y lo hacen en un tono medio indignado o, incluso, divertido. Pero un
tema poco abordado es el relacionado con la actitud de los destinatarios de esa
estafa, casi siempre considerados víctimas, aunque en realidad se trata de
cómplices. ¿Cómo a los que envían tales correos se les puede ocurrir
la abstrusa idea de echar un cebo a alguien en Europa con esas insólitos
historias sobre oro y joyas? El cebo, además, funciona porque ambas partes
consideran obvio que los nigerianos, los libios o los iraquíes confíen su dinero
sucio a una persona limpia en Europa (sea hombre o mujer) para que lo ponga a
resguardo o lo lave. A nadie le asombra la obviedad con la que se confía
ciegamente a unos europeos los millones robados. Es evidente que esa es una de
nuestras tareas en la repartición global del trabajo: los otros roban, nosotros
encubrimos, un dólar lava al siguiente.
Cada correo del tipo «419» indica que la corrupción en el
Sur Global sólo es posible porque el dinero robado acaba, al acabar la jornada
delictiva, en algunos de nuestros países, ya sea en Londres, en Zúrich, en
Chipre o en Liechtenstein.
No obstante, indignamos por el grado de corrupción
reinante en el Sur Global: unos 50 mil millones de dólares son desfalcados cada
año en los países más pobres del planeta, y ese capital fluye hacia el Norte. El
responsable de esa tonalidad fraudulenta del capitalismo globalizado no está
tan claro como pensamos muchos de nosotros. Transparency International,
por ejemplo, afirma que Somalia es el país más corrupto del mundo, pero el
afamado autor italiano Roberto Saviano, que se ha ocupado durante décadas de
las estructuras mafiosas, opina que Gran Bretaña es el Estado más corrupto del
planeta (Londres se ha convertido en el terreno de juego urbano para estafadores
llegados de todos los rincones del mundo). Ambos tienen razón. Pero como
ciudadanos y ciudadanas de Europa deberíamos ocuparnos antes de nuestra propia
esquizofrenia: exigimos good governance y lavamos dinero sucio. Hacemos
las dos cosas al mismo tiempo: tenemos el corazón en el cielo y el culo
grasiento en un cómodo sofá.
A finales del siglo XVIII,
vivía en Edimburgo un hombre llamado William Brodie, un elegante gentleman que era
propietario de una carpintería y gozaba del respeto de sus conciudadanos. Por
el día prestaba sus servicios en el consejo municipal y cumplía con eficiencia
todos los pedidos. Por las noches, irrumpía en las casas de sus clientes y los
desvalijaba. Hasta un día en que fue atrapado y condenado a la horca.
Hace tiempo que nos habríamos olvidado de William Brodie
si el autor Robert Louis Stevenson no hubiera reconocido en su persona el
símbolo extremo de una inquietante capacidad humana: la escisión de la
personalidad. Stevenson escribió en tres ocasiones sobre Brodie, las primeras
dos fueron piezas de teatro que no tuvieron éxito alguno; la tercera vez fue
todo un éxito de ventas, la trepidante novela titulada El extraño caso del
doctor Jekyll y míster Hyde.
«Nací […] heredero de una gran fortuna, dotado con
excelentes cualidades; mi naturaleza me inducía al trabajo, estimaba mucho la
consideración de aquellos de mis compañeros que me parecían prudentes y buenos,
en una palabra, hasta donde era posible creerlo, poseía las condiciones
necesarias para tener un porvenir honroso y distinguido».
Así escribe el doctor Jekyll al inicio de su confesión en
el último capítulo del libro. Es un médico distinguido, alguien que cura, que
estima la cultura y el saber, un importante miembro de la sociedad. Pero al
mismo tiempo es un caso de narcisismo brutal y desalmado, un hombre con el
nombre de señor Hyde. No es que exista el doctor Jekyll por una parte y el
señor Hyde por otra. Sólo existe una misma criatura «destinad[a] a una profunda
duplicidad en [su] manera de vivir». Una criatura cuyas «dos naturalezas […] parecían
satisfechas en la extensión de mi conciencia, aunque hubiese podido realmente
ser la una y la otra, […] únicamente porque, en absoluto, tenía o poseía las
dos a la vez».
El doctor Jekyll no es inocente ni ingenuo, tampoco está
ciego. Reconoce al enemigo que habita en su interior. Y hasta desearía
derrotarlo. Pero, al final, depone
las armas. La historia nos trae directamente al presente. Lo que vale para
las personas en su condición de individuos, puede valer también para sociedades
enteras. Europa, o más exactamente, la Unión Europea, es el doctor Jekyll y el
señor Hyde.
En el año 2017, el presidente de la Comisión de la Unión Europea,
Jean-Claude Juncker, se manifestó horrorizado con la situación de los
campamentos de refugiados en Libia. «No puedo dormir tranquilo pensando en lo
que les ocurre a esas personas que buscan una vida mejor y han encontrado el
infierno en Libia». Europa no debía «callarse ante estos increíbles problemas
que tienen su origen en siglos pasados». Decía estar «en estado de shock» con
las noticias según las cuales los refugiados en Libia eran subastados como
esclavos. «Hasta hace dos meses no sabía que el problema tenía tal envergadura.
Se ha convertido en un fenómeno urgente». Resulta fácil comprender la
indignación de Juncker. En Libia encierran hasta treinta refugiados en celdas
que no tienen ni cinco metros cuadrados y en las que pasan hambre, porque sólo
les dan de comer cada tres días. Según un informe de la organización
humanitaria Médicos sin Fronteras, sus condiciones de vida han empeorado
visiblemente. En el centro de detención de Sabaa, en la capital Trípoli, casi
una cuarta parte de los refugiados está desnutrida, entre ellos muchos niños.
Según estimados de la Organización Mundial para las
Migraciones (IOM), en este momento hay unos 670 000 refugiados en Libia.
La embajada alemana en Níger describía ya en un informe del 2017 enviado al
ministerio de Asuntos Exteriores lo que ocurre con los refugiados enviados de vuelta:
«Ejecuciones de los emigrantes que no pueden pagar, las torturas, las extorsiones
y los abandonos en el desierto están a la orden del día. Algunos testigos han
hablado de cinco fusilamientos semanales en una de las prisiones: con anuncio y
siempre los viernes, para hacer sitio a los recién llegados».
Un estudio de la organización Women's Refugee Commission ha
llegado a la conclusión de que casi cada mujer que huye a través de Libia es
víctima de violencia sexual. Algunos sobrevivientes hablan de violaciones con
palos, de quema de los genitales, de penes cortados, de hombres que fueron
obligados a violar a sus hermanas. Hablan de crueldades inconcebibles. Y todo
ello ha ocurrido en los últimos dos años.
Pero ¿qué ha hecho Juncker contra esa situación espantosa?
¡Nada!
¿Qué podría hacer?
Mucho.
Porque lo que ocurre en Libia tiene lugar no sólo con la
tolerancia de la Unión Europea, sino con su financiamiento directo: los
guardias fronterizos libios deben impedir por todos
los medios la huida de esas personas que buscan auxilio. De modo que esos refugiados
que sufren y mueren en Libia debido a unas condiciones terribles, ello ocurre
como una consecuencia directa de una bien calculada política de la Unión
Europea.
Pero sería erróneo reprochar hipocresía a algunos
representantes de esa política, como Jean-Claude Juncker. Su indignación era sin duda sincera y sentida. Él es heredero
de una tradición europea que ha llevado por el mundo, desde la Revolución
Francesa, ideales de solidaridad y de empatía, que abolió la esclavitud e hizo
un aporte decisivo a la hora de formular la Carta de los Derechos Humanos
Universales. El doctor Jekyll da en el clavo cuando dice: «A pesar de ser en
modo tan absoluto un hombre de doble faz, no era hipócrita en la acepción que
se da a esta palabra; las dos partes de mi yo eran ambas verdaderamente serias.
No era más yo en realidad, cuando arrojando todo freno, obraba vergonzosamente,
que cuando, a la luz del día, trabajaba para aumentar mis conocimientos, o
cuando procuraba aliviar a los desgraciados y a los enfermos».
La Unión Europea declara que «apoya a las autoridades
nacionales para fortalecer su capacidad de combatir ese tráfico ilegal». En
realidad, la diferencia entre las autoridades libias y las bandas de
traficantes de personas es todo menos clara.
«Los gobiernos y las instituciones de Europa siguen
diciendo que trabajan con vistas a poner fin al arresto arbitrario de los
refugiados, pero no han tomado ninguna medida decisiva para garantizarlo»,
declara Matteo de Bellis, de Amnistía Internacional.
Los políticos europeos hablan como el doctor Jekyll y
actúan como el señor Hyde. El ministro alemán de Cooperación Económica y Desarrollo,
Gerd Müller, está siempre planeando, por ejemplo, salvar el mundo, pero al
final de su jornada en el cargo han ocurrido pocas cosas positivas.
El ministro desearía que las sociedades occidentales
cambiasen de forma radical su estilo de vida: «No debemos basar nuestro
bienestar en el trabajo esclavo ni infantil, tampoco en la explotación del
medio ambiente». En su libro Unfair [Injusto] escribe: «Tenemos que alcanzar
un estado en el que todos los seres humanos del planeta puedan vivir con
dignidad. Nos corresponde satisfacer por fin, para todas las personas, las
necesidades básicas como el alimento, el agua, la vivienda y el trabajo, lo
cual significa, para los países industrializados que ya se han labrado ese
bienestar, la obligación de aprender a compartir de un modo nuevo. A la larga,
no debemos ni podemos seguir creciendo a costa de otros».
Hace un año, en un discurso conmemorativo en honor de Misereor,
la Obra episcopal de la iglesia católica alemana, declaraba: «El “Yo me apiado”
tendría hoy que significar “Yo asumo responsabilidad” por lo que esté en mi
poder. ¡Y tenemos ese poder! Como consumidores. Como empresas que producen en todo el mundo. Como creadores de las políticas de las grandes potencias económicas».
A continuación, cita afirmativamente la exigencia del
cardenal Frings de hablar a las conciencias de quienes deciden en las condiciones
políticas, económicas y sociales. Todo ello es muy honroso. El ministro Jekyll plantea una clara misión ética que cualquiera de nosotros siente
en un momento de empatía. Mi hija aprendió en la escuela que un suizo acomodado
consume tanto como toda una aldea africana. Si estuviéramos en una balsa no se
permitiría ese comportamiento parasitario y asocial.
Pero la práctica política es muy distinta. En todos los
gremios internacionales se obstaculiza la necesaria reestructuración del
sistema financiero y económico globalizado. Hace cuatro décadas que en los
distintos niveles administrativos de las Naciones Unidas se intenta vincular la
acción económica a los derechos humanos y establecer normas obligatorias. Últimamente,
el grupo de trabajo interestatal para la economía y los derechos humanos (IGWG)
presentó hace un año un proyecto de tratado vinculante sobre esa materia. Ese «Proyecto
Cero» —llamado así para insinuar que es provisional y variable— fue el
resultado de varios años de negociaciones entre los ponentes. Ahora debe ser
«sometido a discusión», un eufemismo para amortiguar toda norma rigurosa y
obligatoria sobre el modo de proceder de las multinacionales en los países más
pobres, a menudo brutal y casi siempre abocado a la explotación.
Al mismo tiempo, por el veto del Norte Global, incluido
el de Alemania, fracasaron también los esfuerzos del Sur para ser acogido en la
comisión de políticas tributarias dominadas por la OCDE. Ese habría sido el
camino para «elevar las posibilidades fiscales de los países más pobres a
través de medidas reguladoras a nivel internacional, por ejemplo, el cierre de
los oasis fiscales, la lucha contra la evasión de impuestos y de la carrera por
el dumping tributario».
Hace todavía dos décadas, el recorte de la deuda a los
países más pobres era un tema político al que se prestaba mucha atención. Todo
hablaba en favor de la condonación de las deudas de los países en desarrollo. Todo,
menos la codicia y el egoísmo. Hoy se defienden los privilegios con uñas y
dientes. Cuando hace poco el ciclón Idai destruyó partes de Mozambique, las
desgarradoras peticiones para que se condonara la deuda chocaron con oídos
sordos. Según datos del FMI, Mozambique está entre las 35 naciones que se hayan
en crisis existencial por causa de la deuda: está atrasado con los pagos y no
está en condiciones de servirse de los créditos pendientes.
Cuando se trata de dinero, de «nuestro» bienestar, el
señor Hyde saca su fea cabeza y sabotea la lucha por la dignidad humana y una
vida decente para todos. En lugar de normas obligatorias, la Unión Europea y el
gobierno alemán (también el ministro Müller) apuestan por las iniciativas
voluntarias en los estándares relacionados con el medio ambiente y el bienestar
social. Tomemos el ejemplo del aceite de palma. Hace un año, estuve dos horas viajando
por el norte de Borneo. A ambos lados de la carretera sólo había palmeras hasta
donde alcanzaba la vista, en un sitio donde una generación atrás florecía la
jungla. Lo que allí se ve son monocultivos que emplean fertilizantes químicos, un
crecimiento que lleva hacia la muerte (al cabo de dos décadas esos suelos están
agotados). En la Declaración de Ámsterdam, sin embargo, se anima a las
multinacionales del comercio, la agricultura y la alimentación, que desde hace
décadas son las corresponsables de la insólita destrucción de la naturaleza, a
que se acojan voluntariamente al marco de plataformas de múltiples partes
interesadas (modelo multi-stakeholder), con estándares más rigurosos, y
a que adapten sus modelos de negocios a un rumbo más sostenible. Pero esa
antigua idea tiene una desventaja: no funciona.
Y es la agricultura el sector donde el señor Hyde se
desfoga y hace sus mayores estragos. Aunque el más reciente informe de la IAASTD
exige un modelo agrícola radicalmente distinto, la Unión Europea y los países
miembros más poderosos siguen imponiendo la ampliación de la agricultura
industrial junto con el empleo masivo de abonos, pesticidas y semillas
industriales con licencia. Ello sirve sobre todo a los intereses de beneficios
de las multinacionales involucradas. Sin embargo, apenas se tienen en cuenta
otros métodos de cultivo agroecológicos y sostenibles.
Uno podría tirarse de los pelos ante esta profunda
esquizofrenia, pero también hay esperanzas. A finales del siglo XVIII, la
esclavitud era algo tan obvio como lo son hoy los cargueros repletos de
contenedores. Cuando en Inglaterra algunos pequeños grupos empezaron a
cuestionar la esclavitud, su declaración ética fue rechazada, ya que la trata
de esclavos a través del Atlántico era sumamente rentable para Gram Bretaña. Garantizaba
puestos de trabajo, generaba fortunas y mantenía el abastecimiento de bienes de
consumo. Era, por ello, legítima. Como lo es hoy la flagrante desigualdad
social y la destrucción del medio ambiente. Los argumentos del señor Hyde muestran
una asombrosa continuidad. Pero, aun así, al cabo de cincuenta años de lucha se
consiguió abolir la esclavitud en Europa.
Eso también forma parte de la tradición europea. En su enérgica
denuncia titulada Crisis de la civilización, dirigida contra el dominio
británico en la India, el poeta Rabindranath Tagore se esforzaba por
diferenciar entre la resistencia contra el imperialismo y el rechazo de la
civilización occidental. Por un lado, la India se asfixiaba «bajo el propio
peso del gobierno británico», pero, por otro lado, no se debía olvidar nunca
«lo que se había ganado con los dramas de Shakespeare y la poesía de Byron», y,
sobre todo, «con el generoso liberalismo de la política inglesa en el siglo XIX». La
tragedia, decía Byron, consistía en que «lo mejor de su propia civilización, la
preservación de la dignidad en las relaciones humanas, no contaba en los
asuntos del gobierno».
Como se sabe, la historia del doctor Jekyll y el señor
Hyde acaba mal. Resulta notable la exactitud con la que Robert Louis Stevenson,
el escocés que tanto había viajado, captó esa doble esencia de Europa: «Había
instantes en que Enrique Jekyll estaba horrorizado de los hechos de Eduardo
Hyde; pero la situación se hallaba fuera de las leyes ordinarias, y
gradualmente la influencia de la conciencia se fue relajando. Después de todo,
Hyde era el culpable, únicamente Hyde. Jekyll no era peor que antes; sus buenas
cualidades se despertaban y aparecían en él sin haber disminuido, y procuraba
cuando le era posible, remediar los daños causados por Hyde; y así, su
conciencia dormitaba».
Traducción del alemán: © José Aníbal Campos
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