JOSÉ MANUEL PRIETO - JOSÉ ANÍBAL CAMPOS

 


José Aníbal Campos: He leído con deleite un ensayo tuyo sobre el Epigrama contra Stalin, de Mandelstam (http://www.letraslibres.com/revista/convivio/sobre-un-poema-de-osip-mandelstam?page=full), y ello me ha dado pie para las siguientes reflexiones. Lo primero que me fascina de ese texto es que, a mi juicio, es como un permiso muy especial para entrar al taller del artista (en este caso del traductor), una especie de «día de puertas abiertas» en el proceso mental del traductor en plena faena. Por un lado, está la inmersión en el universo del hombre Mandelstam, el poeta, en su época, su entorno, sus circunstancias vitales, siempre echando mano de los documentos y testimonios que sobre él existen; y luego, por otro lado, están esas constantes referencias que yo suelo llamar «sensoriales», en las que evocas recuerdos de tu relación con el mundo ruso-soviético, recuerdos personales que resultan imprescindibles para el traductor a la hora de reinventar toda una atmósfera. Se trata de sensaciones táctiles, olfativas, visuales, auditivas que, pasando por el tamiz del traductor, se deslizan luego dentro del poema y le insuflan vida, transformándolo en lo que debe ser: un organismo vivo, que vibra, que respira.
Me temo que hasta hace muy poco –e incluso aún hoy—, por lo menos en el mundo hispanohablante, el enfoque a la hora de abordar y valorar una traducción era más bien –y a veces exclusivamente— filológico y/o estético. Eso quizás hace que contemos con un sinnúmero de traducciones filológicamente tal vez irreprochables, pero esencialmente muertas. En ese sentido, creo que tu ensayo –que tiene cierto aliento didáctico (por lo menos a mí me recuerda un seminario de traducción de muy alto nivel)— podría ser crucial a la hora de cambiar ese enfoque exclusivamente filológico en la valoración de la traducción en general, pero en especial de la traducción de poesía. ¿Cómo ves tú este asunto?


José Manuel Prieto: Trabajé en ese ensayo sobre el «Epigrama» de Mandelstam durante varios meses. Tuve una variante inicial que no me satisfizo (un poco como cuento en mi ensayo que fue el proceso mismo de la traducción del epigrama) y fui añadiéndole poco a poco esos detalles que mencionas. Lo que no digo en mi ensayo es que esa indagación mía también está ligada a la investigación que hice para mi tesis doctoral, en la que estudié el tema del terror cotidiano en la Unión Soviética bajo Stalin, el clima de terror de los años treinta. De modo que estoy muy familiarizado con la época, muy al tanto de las terribles circunstancias en que fue escrito. Como digo en mi ensayo, el Epigrama de Mandelstam es todo un monumento literario del siglo XX. Escrito en las muy particulares circunstancias de alguien, un escritor de gran calibre en este caso, que vive y debe enfrentarse a un todopoderoso Estado totalitario. Creo que es el principal tema del poema, una denuncia del terror en que Stalin sumió el país. De esa misma época, y nacido en similares circunstancias, he traducido el Réquiem de Anna Ajmátova, un largo poema que aborda el mismo tema de los presos, los ajusticiamientos, todo lo que se conoce como el Gran Terror. Lo más terrible, quizás, y también lo más interesante, es que la mayoría de estos poetas habían alcanzado ya notoriedad y comenzado a crear durante la así llamada Edad de Plata, ese momento inmediatamente anterior a la Primera Guerra Mundial, con artistas como Vasily Kandinsky, Marc Chagall, en la plástica, y escritores como Alexander Blok y Vladimir Mayakovsky, etc. Es decir, se trata de creadores de un momento en el que Rusia alcanzó un inusitado esplendor artístico, y uno no puede menos que horrorizarse al descubrir el clima de terror con el que luego, en los años treinta y cuarenta, debieron lidiar. Una época que fue, además, profundamente estética, delicada incluso (Ana Pavlova, los Ballets Rusos), artistas que se vieron luego en aquella situación terrible que fue la Rusia bajo Stalin.
Lo interesante, entonces, en el poema de Mandelstam, es esa obra de altos quilates artísticos, en la que se siente justo esa maestría que fue tan peculiar en Mandelstam, contrapuesta a la era de terror. Y era algo que se me imponía traducir de la manera más correcta, trasmitir al lector todo ese bosque de significados presentes en su «Epigrama».
De modo que jamás concibo la traducción como algo acabado, siempre es una aproximación infinitesimal. Un poco como en la paradoja de Zenón sobre Aquiles y la tortuga. O como dice Umberto Eco en su formidable libro sobre la traducción, «un decir casi lo mismo». Uno puede agonizar sobre ese «casi» durante días, años. Es un poco lo que cuento en ese ensayo; mi traducción no es, entonces, sino una aproximación al poema de Mandelstam.
No había pensado en eso que dices del enfoque filológico. Lo cierto es que no soy un teórico de la traducción, aunque sí he elaborado una suerte de filosofía personal sobre el tema. Pero no soy un teórico; traduzco por el placer de compartir la belleza que encuentro dentro del universo de otra lengua como el ruso, para hacer asequible mis hallazgos a los lectores en español.


José Aníbal Campos: Me interesa mucho un tema que has planteado en otro momento: cómo el contacto con otras lenguas, la permeabilidad a otros ámbitos culturales ajenos, influye positivamente en la calidad de un escritor. Y esto vale lo mismo para individuos como para organismos sociales. Se produce un ensanchamiento de la visión, lo asimilado de otras culturas pasa a formar parte, casi de un modo natural, del ámbito propio. Lo ajeno se incorpora –ya sea por cópula, por imitación, por acumulación— al «genoma» de la propia cultura. Por el contrario, el apego atávico al propio entorno cultural y a la propia lengua, puede generar estancamiento, atrofia, como esas pequeñas comunidades rurales donde abunda la endogamia. Me vienen a la mente ahora las palabras de una gran traductora estadounidense, Susan Bernofsky, que resume esta dualidad de un modo inigualable: «No es simplemente que nuestras percepciones cambien cuando viajamos al extranjero; aquellos que jamás han abandonado sus entornos familiares, se están condenando a sí mismos a la ceguera». En el ámbito del Caribe tenemos un caso esclarecedor. Se sabe que Francia, muy al contrario de España, mostró en su etapa colonial, tras la catástrofe de Haití, cierta condescendencia, cierta capacidad de asimilación de la cultura de sus colonias; ello dio lugar a un apego más arraigado de los intelectuales de las colonias francesas de ultramar a la cultura de la Madre Patria francesa. La tozudez española, en cambio, trajo consigo el rechazo casi rotundo de la intelectualidad criolla, que empezó a poner sus ojos en Francia, en Norteamérica, en Inglaterra o Alemania. Ello tal vez explique ese cosmopolitismo más acentuado en el desarrollo de la cultura en las ex colonias hispanoparlantes del Caribe.


José Manuel Prieto: Te hablaré de mi experiencia personal: cuando llegué a Rusia a los 19 años experimenté una suerte de shock cultural. Eso a pesar de la mucha literatura rusa que había leído, más que nada los clásicos, pero también la literatura soviética, de la que quizá te hable más adelante en detalle. Pero sin duda alguna la que más pesaba, la que había leído con mayor deleite era justamente la gran literatura clásica rusa: Fiodor Dostoievski, León Tolstoi, Antón Chejov. Todavía, en ese momento, en traducciones al español. Y como lo menciono en uno de mis cuentos, Nunca antes habías visto el rojo, estas lecturas me sirvieron de puente con aquel otro universo, me ayudaron a entender aquel nuevo entorno. Algo difícil, en realidad, porque la ciudad en Siberia a la que había llegado no tenía mucho con que ver con el entorno más clásico de la Rusia europea, esa Rusia noble que aparece en las obras de Tolstoi o Turgueniev.
Había leído también mucha literatura contemporánea de la URSS, la que se publicaba en la revista Literatura Soviética, para la cual, por esos azares del destino, terminaría trabajando por casi tres años a finales de los ochenta. Con relación a esto hay algo curioso: se me había quedado grabado el nombre de uno de sus traductores: José Vento. Y muchos años después, cuando yo mismo comencé a traducir para la revista, llegué a escribir las preguntas de una entrevista que quería hacerle, pero ya estaba muy anciano, me dijo mi editor. Se comprometió a hacerle llegar mis preguntas a Vento, pero de ahí no pasó. Puede que haya muerto poco después. Había retenido su nombre porque aparecía en esas novelas que se vendían en Cuba con tapa dura y sobrecubierta, de Konstantin Simonov, Nadie es soldado al nacer, toda esa literatura de la guerra sobre la que he escrito hace poco un texto largo: La literatura de la guerra en la Rusia soviética (
http://www.istor.cide.edu/archivos/num_35/indice.pdf
). Ahora me llama atención que todavía en Cuba me hubiera fijado en el nombre de aquel traductor. Es decir, que ya desde entonces me interesaba la traducción, como si supiera que jugaría un papel importante en mi vida.
De modo que cuando llegué a Rusia ya llevaba adelantado ese conocimiento de la literatura clásica rusa. Por ejemplo, me había leído y había disfrutado esa noveleta magistral, Aguas primaverales, de Turgueniev. Casi todo lo leía en esas traducciones que, a mediados del siglo XX, hicieron los exiliados de la Guerra Civil española que habían emigrado a la URSS de niños y que por lo tanto, habían sido vertidas a un español castizo, un poco (o bastante) tieso, incluso arcaico. Aunque a Dostoievski lo había conocido en las traducciones de ese políglota que fuera amigo de Jorge Luis Borges y del que este último habló siempre tan bien: Rafael Cansinos Assens. En cualquier caso me faltaba, como es natural, una enormidad por conocer. Pero fue el comienzo. Y estaba mejor preparado, quizá, que muchos otros de mis compañeros para asimilarme al país de la manera que terminé haciéndolo. A través, en primer lugar, de la literatura. En esa ciudad de Novosibirsk a la que llegué (lo recuerdo como si fuera hoy) un día a finales de agosto, ya haciendo más frío que el que nunca había experimentado en Cuba, me encontré al poco tiempo sin libros que leer. Yo había traído un número de libros en mi equipaje, cuidadosamente escogidos, dadas las limitaciones de peso, y que fueron libros que terminarían teniendo una influencia particular en mí, que terminé viendo como compañeros míos en Rusia, que leí con suma atención y recuerdo con particular cariño. De hecho, por ese hecho un tanto fortuito, esos libros con los que viajé a Rusia, los que coloqué en mi valija antes de salir, terminaron constituyendo una especie de canon personal. Se trata, en primer lugar de Lord Jim de Joseph Conrad, un libro mágico donde los haya, misterioso, en el que cualquier crítico atento podría hallar, por ejemplo, una pista de ese tiempo narrativo en espiral de mi novela Livadia. Luego estaba Proust, todos lo tomos de su En busca del tiempo perdido en la formidable traducción de Jorge Salinas y Consuelo Berges. Otro fue Dr. Faustus de Thomas Mann (traducción de Eugenio Xammar), un libro que me enseñó a entreverar conocimiento con la historia contada, ensayo y narrativa en un solo tejido, y algunos otros más.
Pero al cabo de unas pocas semanas o quizá de un mes o dos, me había leído y releído todos esos libros, me hallé sin nada que leer, lo que para mí, lector compulsivo, era todo un castigo. Después de investigar y preguntar di, para mi enorme alegría, con una biblioteca que contaba más o menos con un par de estanterías de libros en español. De los libros que encontré allí recuerdo con particular cariño las Cartas de S. Francisco Xavier, el jesuita que evangelizó el Japón, un libro ricamente impreso en el país oriental y qué sabe dios cómo había llegado a aquella biblioteca. Otro libro memorable fue uno muy singular, Retablo de la pintura moderna, de un crítico español de entreguerras, Juan de la Encina, que recientemente he vuelto a releer con mucho placer.
Pronto, sin embargo, también di buena cuenta de aquellos dos estantes, y ocurrió lo inevitable: comencé a leer en ruso. Ya a fines del primer año dominaba el idioma tan bien que no solo leía novelas sino también libros de filosofía, ensayo, todo lo que me cayera en las manos. La lengua rusa se me convirtió en una segunda lengua, propia, en la que me siento absolutamente cómodo, es totalmente transparente para mí.
De este modo, gracias la literatura, me vi en posesión de la llave para penetrar ese otro universo que es Rusia, su literatura, pero también su pintura, etc. Experimenté (o sufrí) una total asimilación. O como dicen en ruso, obrusel, me «rusifiqué». Sin dejar de ser, ni por un momento, cubano, claro está. Es que a la edad con la que salí de Cuba todo esto estaba firmemente instalado en mí, lo cubano, solo que no estaba cerrado, como puede ocurrir a mayor edad, a otras influencias. Y ya al cuarto año de la carrera comencé a traducir con sorprendente facilidad, como una manera de ganar dinero, pero también por el reto intelectual que representaba. Otros cubanos, compañeros de universidad, se iban a trabajar a una acería donde les pagaban, valga decirlo, muy bien. Trabajaban como obreros, movían planchas de acero o cosas así. No sé exactamente porque jamás fui: yo había comenzado a ganar no menos bien traduciendo documentación técnica para una empresa, Vnezhtorgizdat, que se desglosa como Editora del Comercio Exterior, una palabra aglutinada como tantos nombres de ministerios y entidades públicas. Todo esto antes de entrar como traductor de obras literarias para Literatura Soviética, que tanto había leído  de niño y adolescente en Cuba. Nunca dejó de maravillarme que estuviera traduciendo para aquella revista que para mí era un poco mítica. Y luego comencé a traducir para editoriales en España y en México, las obras de Anna Ajmátova, de Iosif Brodsky, etc. Los libros que conoces.

 
José Aníbal Campos: Un buen ejemplo contemporáneo de lo que te comentaba en mi intervención anterior es el de Estados Unidos, donde ahora resides. Parece que sólo desde fecha reciente se le está dando allí, a la traducción de literatura, la relevancia y la visibilidad que merece, y eso se ha visto reflejado en la Conferencia de la Asociación de Lenguas Modernas, celebrada en Filadelfia en diciembre de 2009. Por primera vez el tema central y los debates de la conferencia giraron en torno a la traducción. En una intervención en Filadelfia, Gayatri Spivak decía: «En este país el multiculturalismo va deplorablemente de la mano con el monolingüismo». Ello resume en otro tono lo que ya expresa un chiste que circula entre colegas norteamericanos: «—¿Cómo se llama a alguien que habla tres lenguas? –Pues trilingüe. –¿Y al que habla dos? –Bilingüe, por supuesto. –¿Y cómo se llama el que habla una sola lengua? –Estadounidense». Vemos como allí la proclamada melting pot pierde esa connotación positiva de «crisol» para quedarse en el sentido más basto de la expresión: una olla que lo funde, lo iguala y lo estandariza todo. No creo que sea un fenómeno exclusivo de Estados Unidos. Creo que es una manifestación de ciertos estados de conciencia imperiales que arraigan a niveles colectivos. Y Estados Unidos es un imperio en activo. El caso de España, que había perdido su condición imperial ya antes de 1898, es aún más curioso: asombra ver el bajo nivel que existe en España en la enseñanza de lenguas extranjeras, el escaso número de personas que hablan una o varias lenguas aparte del español o la de su región. Un hecho que siempre me ha llamado la atención es cierta celebración jovial de la ignorancia: en España, por ejemplo, te conviertes en blanco de burla si sabes pronunciar correctamente un nombre o un vocablo extranjero.     


José Manuel Prieto: Bueno, en Estados Unidos, y en particular en Nueva York, donde ahora vivo, se escuchan todas las lenguas. Es literalmente una Babel. Hay barrios enteros donde se habla parsi o bien mandarín. Cuando voy a Brighton Beach es como si estuviera en Rusia. Están las grandes tiendas de libros, y es sintomático, además, que en tan solo esa franja de Brighton Beach Ave. haya por lo menos tres grandes librerías, por no hablar de otra buena que está aquí en Nueva York. En español, por contraste, había una nunca demasiado buena en la calle 14, pero la cerraron. Es increíble, y eso daría pábulo para otra conversación.


José Aníbal Campos: Hablemos de otro asunto: es cierto que toda traducción es un proceso, ante todo, filológico y estético, pero es algo más que eso. Precisamente, lo que más me interesa del libro de Eco sobre la traducción, Decir casi lo mismo, es su concepto de la «negociación». Eco aporta abundantes ejemplos de sacrificio de la precisión semántica en aras de recrear una atmósfera, ajustarse a un ritmo, reproducir un efecto sonoro. Ese constante «negociar» es para mí lo principal en la traducción de literatura. Lo que sucede es que, durante muchos años, y en parte todavía hoy, la crítica pública de la traducción ha estado, en el mejor de los casos, en manos de los teóricos, atrincherados tras sus inamovibles altares académicos, y se ha producido una suerte de desfasaje entre la teoría y la práctica de la traducción. (Aunque, para ser riguroso, tengo que decir que en el ámbito de la lengua alemana, en España, hay un grupo de traductores-académicos que rompen con esa maldición, como son los casos de Andrés Sánchez (Pascual), Carlos Fortea, Jorge Seca, Belén Santana e Isabel García Adánez, por mecionar a unos pocos y olvidando seguramente a algunos igual de grandes). Durante un tiempo me disparé incontables conferencias de teóricos de la traducción, y de casi todas salía siempre con la sensación de que quien me había estado dando la murga durante una hora y media jamás había traducido en serio, jamás se había exprimido las neuronas en busca de la mejor solución «literaria». Se habían deslomado, eso sí, hallando la versión más pura y ajustada a la semántica de la palabra o de la frase original, al metro, a la rima, pero no siempre pensando en ese Todo que es la literatura. Es como si aquellos teór(et)icos se hubieran empeñado en suprimir el «casi» de Eco, y se empeñaran en «decir lo mismo» en una suerte de operación matemática, una labor, por demás, imposible e inaplicable a la literatura. En alguna parte he dicho que la traducción es como un vuelo, a veces placentero, a veces turbulento, entre las cumbres de dos lenguas. Debajo hay un abismo, y en él se despeñan algunos elementos que debemos dejar caer a conciencia, para aligerarnos de peso, de lo contrario jamás llegaríamos a la otra orilla. Hace bastante tiempo, por ejemplo, encontré en una revista mexicana una versión del célebre poema de Blake «The Tyger», que, por lo menos en su primera estrofa, a mí me pareció impecable, bellísima, pero que, a continuación, era denostada por uno de estos críticos aca(en)demicistas como una traducción «imprecisa» por cuestiones de rima o de metro o de qué sé yo (como si pudiera haber una traducción absolutamente precisa). Esa primer estrofa: Tyger! Tyger! Burning bright / in the forest of the night, / what inmortal hand or eye / could frame thy fearful symmetry? El traductor había optado por obviar la forma verbal «burning bright», y había traducido: ¡Tigre, tigre! Llamarada / en los bosques de la noche. / ¿Qué mano inmortal, qué ojo / pudo concebir tu terrible simetría? A mí, la «llamarada», me parecía perfecta, reproduce a la perfección el efecto de movilidad que Blake pretende transmitir en su poema, una lengua de fuego que se repente se desplaza entre la maraña de un bosque en penumbras, esa sensación de amenaza, pero a la vez de belleza visual, creada por un poeta que era a la vez un maestro del grabado.


José Manuel Prieto: Este es un dilema al que todo traductor se enfrenta y no creo que haya una respuesta que pueda ser llamada «correcta». Porque aquí entra un tema interesante, más bien dos. La adecuación regional de las traducciones, sobre todo al hablar de nuestra lengua, que funciona y se habla en más de veinte países, cabría preguntarse: ¿a qué variante del español se traducirá cierto libro? Y número dos, ¿en qué grado envejece o caduca una traducción? Porque el producto de una solución que en su momento pudo parecer correcta al traductor e, incluso, sonar como la más adecuada a sus lectores, con el tiempo puede revelarse que aquel hallazgo, estaba moldeado por tendencias o por la estética de una época concreta, por el gusto de una época que es suplantado por otro, y luego por otro, del modo que al cabo de cien años la traducción que pudo ser ensalzada como un triunfo del estilo y del arte del trasvase de textos, se ve y se habrá de leer como irremediablemente anticuada. Volvamos, entonces, otra vez, a mi primera pregunta: ¿a qué variante del español se debe traducir correctamente? Si se es un traductor argentino que está haciendo una versión de un poeta de Islandia (pensemos en Borges), ¿deberá éste trufar su textos de argentinismos, en caso de que el original, por ejemplo, abunde en coloquialismos islandeses, debe traducirlos a coloquialismos equivalentes de Argentina? ¿O deberá tener en cuenta que su traducción, muy probablemente, se venda y circule en todo el ámbito de la lengua española, de modo que buscará hacerla legible para todos los lectores, evitando que esos coloquialismos, que se ven perfectamente buenos y normales en un autor original (pensemos en el Martín Fierro de Hernández), puedan parecer antinaturales en ese autor islandés y, más que nada, no entendibles, quizá, para un lector no argentino de esa traducción? Dicho de otra forma, ¿puede y debe haber una escuela «nacional» de traducción? O bien, dada la proyección internacional de nuestra lengua, el castellano, ¿será siempre más eficaz o conveniente traducir en una suerte de lingua franca, en ese esperanto de las traducciones de las grandes editoriales comerciales, hechas para que puedan ser asimiladas de manera indistinta por todos los lectores de Hispanoamérica?
Pienso ahora, por ejemplo, en las traducciones de Hemingway hechas por un autor cubano como Lino Novás Calvo, alguien que, además, escribía en perfecto «cubano» a pesar de haber nacido en España y llegado a Cuba a los 19 años. Ello quizá le dio esa capacidad de escuchar y escribir nuestra lengua, el español hablado en Cuba, con la precisión que llegó a hacerlo. De modo que fue casi el primero en escribir en lo que puede llamarse un «cubano literario», la lengua en que luego Cabrera Infante ha escrito toda su obra. Y bien, esas traducciones al «cubano literario» de Novás están, de todos modos, a pesar de su pericia lingüística, llena de giros y coloquialismos tan solo «legibles» para un lector cubano. ¿Qué hacer, por ejemplo, en caso de que una traducción de éstas quiera recircularse en España? ¿Deberá quitársele esas «huellas de origen», españolizarlas? Lo que quizá sería una solución comercialmente correcta. Pero esto nos lleva otra vez a la misma pregunta que me parece importante y que intentaré responder acto seguido: ¿debe haber una escuela nacional de traducción?
Mi respuesta, inmediatamente, es que sí. En el caso de Cuba esto es particularmente importante porque en Cuba, la internacionalización que el país experimentó en sus contactos culturales durante los años de la Revolución Cubana, con los países de Europa del Este, para poner tan solo un ejemplo, nos dejó con muy buenos traductores de las lenguas de esos países, más, quizá, que en cualquier otro país de América del Sur. Pues, revisando alguna de las traducciones que conservo en mi biblioteca, salta a la vista que fueron hechas al «cubano literario». Entonces, eso es una riqueza, porque ese «cubano literario» del que hablo se ha beneficiado mucho de ese contacto con las lenguas de otros países, de haber sido usado para trasvasar tanta literatura extranjera, para hacer hablar los libros de otros países en la variante del español literario existente en Cuba. Muy sintomáticamente, tanto Novás Calvo como Cabrera Infante, dominaban el inglés de una manera excelente, eran muy buenos traductores. De modo que puedo afirmar aquí que el excepcional «cubano literario» de ambos les debe mucho a sus traducciones, al hecho de haber sido traductores. Tan solo esto, enunciado así de paso, sería una de las muchas razones por las que abogar por una escuela nacional de traducción, es decir, que las traducciones se hagan a la variante del castellano hablada en cada país. No importa, como puede suceder en muchos casos, que esto cierre la lectura, la haga menos inteligible a lectores de otros países hispanohablantes. Entiendo, por otra parte, que dicho así, puede sonar como un llamado a la balcanización del español, sin embargo, tiene el efecto positivo que he mencionado, y muchos más que pudiera enumerar un poco más laboriosamente. Por el momento, creo que es suficiente con el ejemplo aportado sobre el modo en que las traducciones escritas en las variantes nacionales del castellano (en este caso concreto, el cubano), terminan enriqueciendo la lengua y todo el entorno cultural. Más adelante pienso volver sobre este punto, ampliarlo, porque creo que las buenas traducciones son un barómetro muy fiable del buen funcionamiento de una lengua, de una cultura en general.

José Aníbal Campos: Tal como lo planteas, coincido contigo. Pero creo que, más que determinadas diferencias lexicales, lo más importante es que el traductor (sea del país hispanohablante que sea), para hacer esa labor por la que abogas, vaya introduciendo en sus traducciones, casi de contrabando, determinados giros sintácticos, expresiones, moldes de pensamiento que reproduzcan fielmente el original y, a la vez, constituyan peculiaridades de su entorno más próximo, el de la lengua de llegada. Ahora bien, el traductor se debe tanto al autor como al público, y si uno traduce para una editorial española, debe ajustarse al público que primero va a leer esa traducción. En mi caso, se produce una suerte de esquizofrenia, pues una buena parte de mi labor traductora se ha desarrollado en España, siendo cubano de origen, de modo que, de algún modo, tuve que «olvidarme» de mis cubanismos literarios para aprender una lengua «nueva».

Islas Canarias- Nueva York


José Manuel Prieto (La Habana, 1962). Narrador, ensayista y traductor cubano. Autor de varias novelas, entre las que cabe destacar LivadiaNocturnal Butterflies of the Russian Empire y Rex, esta dos últimas traducidas al inglés y a muchas otras lenguas. Fue becario de Center for Scholars and Writers de la the New York Public Library y de la John Simon Guggenheim Foundation, profesor invitado en Cornell y Princeton University. Reside actualmente en Nueva York donde acaba de terminar su más reciente novela, Voz humana.


(El presente diálogo, que se publica ahora de manera fragmentaria, forma parte de un libro en preparación dedicado a la traducción de literatura.)


© José Manuel Prieto / José Aníbal Campos

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