ÓSMOSIS (X) - CARMEN BOULLOSA
De Carmen Boullosa (Ciudad de México, 1954) ha
dicho recientemente el narrador y traductor mexicano Juan Villoro: «No creo que
haya una autora o un autor con mayor variedad de temas y de enfoques en su
escritura. Ha ubicado historias en Egipto, en la batalla de Lepanto, en la
Nueva España, ha resucitado a Moctezuma como personaje literario y se ha
ocupado de temas muy próximos y autobiográficos». Y, en efecto, Boullosa es
novelista, poeta y dramaturga, y su obra abarca algunas decenas de libros entre
los que destacan Son vacas, somos puercos (Era, 1991), La otra mano
de Lepanto (Siruela, 2005), La virgen y el violín (Siruela, 2008) o
Las paredes hablan (Siruela, 2010). Su última novela es Tejas, publicada por
Alfaguara. Hoy, en exclusiva para los lectores de ARTE-SANÍAS, Carmen Boullosa
responde en la sección Ósmosis a una entrevista algo más extensa sobre su
relación con la traducción.
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¿Qué
importancia tuvieron, en su formación como escritora, las traducciones de obras
de otras lenguas y ámbitos culturales?
Mi
formación primera, la estructural, no hubiera sido sin las traducciones. Los
cuentos de los hermanos Grimm, los pasajes de los Evangelios que escuché desde
muy niña –mis papás llevaban una agitada vida religiosa—, las vidas de santos
(fundamentales en mis imaginaciones infantiles), los pasajes de mitología
griega que nos contaba mi papá y que estaban a la mano, en versiones para
niños, en la biblioteca de mi abuelo materno... Mi imaginario se iba formando
por la mezcla de lo que yo escuchaba, y que era producto de traducciones. Del
templo a la fiesta, del culto mariano a las canciones que escuchaba mi tío
Gustavo –«Ahí viene la plaga» es una traducción-, el capital imaginario del que
yo crecía (o con el que yo crecía) era multilingüe aunque en mi casa solo se
hablara español. La traducción era un hecho cotidiano, rutinario. Otra faceta
de esto estaba en «las muchachas», las mujeres del servicio doméstico, ellas
conocían a conciencia sus lenguas y malhablaban el español, nos traducían sus
sabidurías –la sandía es caliente, por ejemplo— y también sus cuentos,
«supersticiones» (decía mi mamá), el Coco, la Llorona, los fantasmas, la
serpiente que reinaba en una cueva, etcétera.
Estos
primeros años son lo que deja marcada o formada a la persona de un escritor. No
resto méritos a las primeras lecturas. Cuando empecé a ser lectora
independiente, a elegir los libros que yo quería leer, a sacarlos del librero a
mi arbitrio y a correr las páginas con la sensación de que era yo la que
corría una aventura en la que no me acompañaba nadie, las traducciones fueron
centrales. Aún «escucho» en español los diálogos de Platón –había un pueblo
llamado Platón cerca de donde vivimos un año fuera de la Ciudad de México, en
la huasteca hidalguense: yo sentía en aquella
primera lectura que el griego era autóctono—, y oigo en español a los
personajes de Dostoievski. Y me acuerdo que eran en español mis lágrimas por mi
primera lectura de Los miserables… No puedo conjeturar qué sería yo sin
haber leído las desventuras del joven Werther, los subibajas del Fausto de Goethe… En cuanto empecé a
tener apetito de querer ser escritora, las traducciones pasaron a un segundo
rango. Quería leer en lengua original. El click sonó con Wuthering
Heights: el inglés tenía un charm que no tenía el español. El click
siguió: leer a Góngora (a quien no había leído nunca, mi papá no me lo leía
en voz alta de niña), también era leer en una lengua original. Y esta
hipersensibilidad por la lengua original se fue permeando a Lope, Cervantes,
Lizardi, algunos que me habían sido leídos en voz alta, para dormirme, cuando
era más niña. Pero no tengo esta hipersensibilidad por la lengua «original» cuando
pienso en los básicos que me formaron: de Santa Lucía, a la Virgen María, al
rock.
¿Qué
traducciones recuerda, quizá, como las que más contribuyeron a crear su propio
estilo?
Insisto
en que lo más importante fueron las primerísimas lecturas, las que escuché,
bien literalmente leídas en voz alta (o cantadas), o previamente digeridas por
otros. El capital imaginario de mi primera infancia.
Su obra ha sido traducida a otros idiomas. Sabemos, por ejemplo, que al alemán ha sido traducida por la gran traductora Susanne Lange (también traductora de Palinuro de México y de la última versión de Don Quijote en alemán). ¿Cómo ha sido el trabajo de colaboración con sus traductores? ¿Cree que puede ser enriquecedor para un escritor ver su obra confrontada con las melodías, las estructuras de otras lenguas y ámbitos culturales?
La relación con Susanne Lange, con Claude Fell, con Erna Pfeiffer, con Psiche Hugues, con Leland Chambers, y con otros traductores me ha enriquecido, enormemente. Aprendí a su lado otro sentido de responsabilidad de la lengua. Fueron mis maestros. Es muy enriquecedor. También el trabajo con editores, por cierto. El editor extranjero que de verdad se mete en el texto, que le pone el bisturí para ver si cede. También se aprende. Se aprende, y se hurta: los incorpora uno como parte del primer proceso de escritura. Son parte mía. Me los he comido.
¿Ha
tenido alguna vez la ocasión de ejercer la traducción de algún autor que le
guste especialmente, aunque fuese por divertimento? En caso de que sí, ¿cómo ha
sido la experiencia?
Traduzco frecuentemente en mis libretas, y pocas veces
doy a publicar la traducción. Traduzco cuando necesito entender más un texto.
Cuando necesito saltar de gusto ante un texto. O cuando no entiendo nada de
éste. O cuando detesto a un traductor previo, y quiero darle una vuelta de
tuerca. O por deseo de ejercicio –probar a brincar obstáculos de un cierto modo.
O por narcisismo: porque encuentro algo muy mío en ese texto que necesito esté
en español. Las pocas veces que he dado a publicar mi traducción ha sido porque
quiero que otros disfruten al autor con el que he trabajado, como lo hice con Mark
Doty, con Megan O’Rourke, con Honor Moore. Lo que es frecuente es que me ocurra
que comienzo a traducir con total entusiasmo, y que abandono la labor sin
terminar. Por diferentes motivos, a veces por desilusión –con el texto que
trabajo—, más a menudo porque ya obtuve lo que quería del ejercicio, lo que yo
quería para mí: entender, comprender, afinar, entonar, ejercitar... O porque
encuentro una traducción que es muy superior a la que estoy haciendo. El
verdadero traductor es un ser generoso. Yo traduzco por egoísmo literario, el
proceso es para mí.
© De la entrevista Carmen Boullosa / José Aníbal Campos
Me parece una autora muy interesante que merece ser leída y conocida. ¡Gracias por compartir!
ResponderEliminar¡Saludos cordiales!
Sofia- Ati