JACQUES YONNET - JULIA ALQUÉZAR (II)
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Rue Mouffetard, París |
El
relato «Mina La Gata» forma parte del la traducción de Julia Alquézar Calle de los maleficios, libro del
escritor francés Jacques Yonnet. El día 6 de mayo de 2013 publicamos otro fragmento del
mismo libro. Alquézar nos ha enviado un texto de presentación de su traducción del relato y las dos fotografías.
***
Cuando el editor de Sajalín, Daniel Osca, me propuso traducir Rue des Malefices, la idea
inmediatamente me sedujo, aunque, entonces, no sabía en qué me metía. El libro
de Yonnet, que apenas se puede llamar novela, ofrece un testimonio de los años
de la ocupación nazi de París. Yonnet, perseguido por los alemanes, se refugia
en el único lugar donde sabe que puede hallar cobijo: los barrios bajos de la
Rive Gauche de París, poblados por gente pobre, con tabernas llenas de
borrachos, donde parisinos conviven con gitanos, inmigrantes, buhoneros
dedicados a la venta ambulante y todo tipo de personajes estrafalarios. Los
alemanes habían dado aquella zona por imposible, cuyos puntos álgidos de
actividad eran la Rue Mouffetard y la Place Maubert, que están rodeadas por
callejuelas oscuras y retorcidas. Por desgracia, cuando en mi última estancia a
París fui a buscar los lugares donde se desarrollaba el libro que tantas horas
de mi vida había ocupado, me encontré con que aquel París descrito por Yonnet
ya no existía. De ahí que Rue des
Malefices cobre tanta importancia.
Mediante un relato a retazos y con un lenguaje único, lleno de
argot y giros propios de la jerga de los barrios bajos de esa época, que supuso
todo un reto como traductora, compone un retrato global de una ciudad de
sombras, magia y maldad, pero donde predomina la solidaridad entre los
olvidados, pues a ellos está dedicado el libro. No encontrará el lector el
glamour del Petit Paris, ni grandes nombres, sino historias de personajes muy
peculiares, con creencias y costumbres propias, que viven al margen. Todos
estos personajes o personas pueblan los relatos de Yonnet. ¿Y qué tipo de
relatos escribe Yonnet? Si hemos de creerle, simplemente los que ve y vive en
ese París negro.
Desde luego hay hueco para la lucha política, puesto que el propio
Yonnet fue miembro de la Resistencia francesa, pero también lo hay para lo
inesperado, lo asombroso y, ante todo, lo mágico. Parece que ese París esté
lleno de recovecos mágicos, el tipo de urbanismo completamente contrario al de
los Grandes Bulevares, que no dejan nada a la imaginación. Aquí, París desnuda
sus partes más ocultas, como el río Bièvre, afluente del Sena y que ahora
discurre por túneles dentro de París.
Recomiendo al lector que se deje llevar por el personalísimo ritmo
narrativo de Yonnet, que se convierta en un compañero más de sus juergas o que
ejerza de testigo de excepción a los hechos maravillosos y fantásticos que
Yonnet recopila en este libro.
El relato que se reproduce a continuación, «Mina La Gata», es
probablemente mi preferido de todo el libro, entre otras cosas, porque creo que
resume bastante bien la mezcolanza que hace única la obra de Yonnet. No esperen
encontrar armonía ni orden. Si renuncian a ellos y a todo tipo de prejuicio, un
París distinto se desplegará ante sus ojos y encontrarán, en este caso, a Mina,
una mujer, que en un mundo cruel y oscuro, vuelca su ternura en seres
indefensos con la esperanza de recuperarlos. Su actitud causará, primero,
desconcierto y, luego, cariño entre los cínicos pobladores de las tabernas de
la Mouffetard. Su historia emana desamparo y desolación, pero, como el lector
descubrirá, en ella se esconden también unas ansias extremas por sobrevivir.
Todo ello, junto con un particular sentido de la justicia (en la Mouffe,
ningún crimen queda sin castigo) es lo que tienen en común los protagonistas de
Calle de los Maleficios. Tal vez los
lugares que frecuentaban se hayan perdido para la posteridad, pero gracias a
Yonnet sus historias seguirán vivas cada vez que un lector las lea, y el mundo
literario que construye se unirá por derecho propio a los demás paisajes
míticos de la literatura, que se encuentran en los confines de lo que llamamos
realidad.
MINA LA GATA
Cuando ella apareció, con el paquete bajo el
brazo, Théophile, Séverin y yo no teníamos más razones que los demás para estar
allí. Un gorro de piel gris, apretado hasta los ojos, la hacía parecer
asiática. Un abrigo malo, también gris, con un cuello y bocamangas a juego con
el gorro, completaba el conjunto.
Un rostro sin edad, casi sin mentón. Si se miraba
con detenimiento, su cara era felina. Sólo una vez que estuvo allí, junto a
nosotros, entendimos que aquel encuentro tenía algo de extraño, y que, en
realidad, la esperábamos. Nos dimos cuenta de que, debajo de su envoltorio de
jirones de tela el paquete estaba vivo. Se quedó de pie, cerca de la entrada.
El patrón melenudo—llamado Grospierre, un tipo valiente—la contemplaba con
paciencia desde detrás de sus enormes gafas.
Por fin, la chica se atrevió a hablar tímidamente,
con una voz aguda y disonante, como un violín chirriante.
—¿No tendría un poco de leche?
—Pues claro que no, mi pobre señora—dijo
Grospierre—. ¡Cómo se le ocurre pedir leche en los tiempos que corren! ¡Piense
un poco!
Ella soltó un suspiro y levantó el fardo para
acercárselo a los labios. Sus gestos, su mirada y aquel suspiro desprendían
tanto cansancio y tanta desesperación que todos nos sentimos conmovidos y
avergonzados. Grospierre hizo una mueca de hastío:
—Espere un minuto—volvió con un vasito y
dijo: ¿fría o caliente?
—Así esta bien...
Los ojos de la mujer brillaban de alegría, pero
hacía mucho tiempo que se había olvidado de sonreír. Se sentó, levantó un trozo
de tela que envolvía al bulto y dejó al descubierto la cabeza de un gatito
asustado. Grospierre, como nosotros, se esperaba ver aparecer la carita de un
bebé. Sin indignarse, le dejó hacer.
Con mil precauciones, acercó la leche al animal y
éste se puso a lamerla rápidamente. Cuando el gato se acabó la leche, dijo:
—¡Gracias!—Dudó por un momento y añadió—: ¿Puedo
quedarme aquí un momento para entrar en calor?
Théophile la invitó a la primera copa. La chica se
quedó un buen rato sentada y en silencio. Miraba hacia todos lados con temor,
sobre todo a las esquinas oscuras. No se fue hasta que se quedó completamente
tranquila.
Volvió al día siguiente, y todos los días después
de ese. Siempre llevaba un gato en brazos, pero nunca el mismo. A veces,
también iba cargada con una bolsa llena hasta arriba de cosas que nunca
enseñaba.
Supimos que su nombre era Mina, que mendigaba y
que trabajaba cuando se presentaba la ocasión. Recogía gatos abandonados y los
criaba en una cabaña de madera en Gentilly, de donde iban a echarla muy pronto.
Ella estaba preocupada sobre todo por sus animales, ya que allí los cuidaba,
alimentaba y les consagraba todo su tiempo y su vida.
No sé quién fue el primero que la apodó Mina la
gata. Pero era imposible, sí imposible, calificarla de otro modo.
Los habitantes del Trois Mailletz acabaron
adoptando a Mina porque la consideraban un símbolo cotidiano de la profunda
indiferencia a la que están condenadas las cosas que importan. En voz baja, se
habla de las dificultades de los alemanes para avanzar en Rusia, de lo que
pasaba en Grecia, en el corte de África, y aquí, por supuesto. Se comentaba
tensiones del futuro, las restricciones que habría que temer o la compulsación
de los tiques del pan de la siguiente quincena...
Y entonces entraba Mina, acunando a un gatito:
todos pasábamos de preocuparnos sólo por la salud del gato y por las
circunstancias de su captura. Cada día, todos colaborábamos para darle de
comer...
Un día, esperábamos a Mina con cierta impaciencia
feliz. Séverin le había encontrado en la casa de Dumont, en la rue Maître-Abert,
una buhardilla donde alojarse y donde podría dar cobijo a sus animalitos si los
llevaba discretamente y de uno en uno.
Sólo teníamos que conseguir unas cajas de jabón,
un poco de serrín y de lejía para realizar una limpieza aceptable, y Mina
disfrutaría de un mínimo de tranquilidad. Los dos tragaluces daban al tejado,
así que los gatos podrían acceder fácilmente a él y pasárselo de lo lindo
maullando a la luna.
En caso de que Dumont, que albergaba (y escondía)
a muchos hombres perseguidos, protestara, nos encargaríamos de solucionar las
cosas.
Lo esencial era que Mina se mudara.
Por fin, la muchacha llegó. Se sentó como de
costumbre y le dimos la buena nueva. Pero no pareció prestar toda la atención
que nosotros creíamos que nos merecíamos.
El fardo del día acaparaba su completa atención, y
en esta ocasión más que en ninguna otra, también sus preocupaciones y su
solicitud. Era un minino pequeño y horrible, pelado, rojizo y tuerto. Y malo,
estúpidamente malo, porque arañaba a su benefactora cuando quería darle de
beber. Nosotros le aconsejamos que abandonara a su propia suerte a esa bestia
ingrata, fea y peligrosa, porque parecía enferma y podía contagiar a sus
congéneres, pero nuestros consejos y exhortaciones no sirvieron de nada: Mina,
tercamente, nos respondió que se dedicaría a ese animal más que a ningún otro,
justamente, porque la rechazaba, pero también porque estaba enfermo y mutilado,
y por tanto, era el más desgraciado.
No supimos qué responder...
A la mañana siguiente, Mina se instaló en la rue Maître-Albert.
Nosotros la ayudamos a transportar sus pertenencias, sus gatos, y algunos
cartones cuidadosamente envueltos cuyo contenido no intentamos averiguar.
Bizinque vino a echarnos una mano y nos prestó su
carrito.
Esa misma noche, Mina, agotada, después de haberse
ocupado de todos sus animales, pudo tumbarse sobre una cama que consistía en un
“colchón” apoyado sobre varias pilas de periódicos. El particular colchón era
una tela impermeable doblada en dos, cosida como un saco, que habían rellenado
con serrín de madera.
Creíamos haber conseguido que la vida de Mina
fuera más tranquila al encontrarle una habitación. Pero, lamentablemente, sus
desgracias empezaron ese mismo día. Y una vez más, no se nos puede culpar.
El animalejo rojizo asqueroso fue la causa de
todo. Mina estaba empecinada en mimar y consentir a esa bestia, aquejada con
total seguridad de un mal que no sabíamos definir. Siempre furiosa y rabiosa,
emitía un inquietante y extraño bufido ronco.
Mina se decidió a consultar al veterinario negro
(el mismo que había intentado curar al perro de la rue de Bièvre...)
De nuevo, el doctor N... se mostró reservado.
Estas fueron sus palabras “este gato tiene intenciones ocultas”. No obstante,
lo curó. Con un pelaje más brillante y un aspecto más robusto, la bestia
parecía haberse recuperado definitivamente, aunque no se mostraba agradecida a
Mina por su paciente devoción. Una vez que volvió a estar de nuevo en pie (o en
patas en este caso), se fue por el tragaluz y desapareció por los tejados, sin
decir adiós.
Durante días, fue imposible consolar a Mina. Y
después...
Después “volvió”. Mina, como cada noche, pasaba el
tiempo en la barra de chez Dumont, antes de volver a su habitación. Entró un
albañil. O al menos, eso decía él que era. Buscaba alojamiento en el barrio.
Era pelirrojo y tuerto.
Pelirrojo y tuerto. Se llamaba Goupil. Goupil, que
quiere decir zorro. Igual que Bièvre significa “castor”.
Necesitaría mucha páginas para definir y explicar
la naturaleza de la conexión espontánea que se estableció entre Mina y el
hombre pelirrojo.
Todos los días, desde esa misma noche, Goupil,
entre gatos y paquetes, compartía las comidas de Mina y su lecho miserable.
Para nosotros, era simplemente impensable que un ser como Mina, tan alejada de
la naturaleza humana que la considerábamos prácticamente una criatura asexuada
pudiera embarcarse en una aventura
sentimental, aunque fuera platónica. No obstante, era patente e indiscutible.
Aquella relación nos causó semejante sorpresa que captó todo nuestro interés y
consiguió que nos olvidáramos de los acontecimientos mundiales.
Desde los primeros días de su relación, Goupil se
mostró exigente y feroz. Parecía considerar a Mina mucho más como una presa que
como una esclava. Trabajaba irregularmente como peón de obra, y afirmaba que le
preocupaba que lo contratara una empresa que acabara en manos de los soldados
alemanes. Mina, por su parte, asumía la parte esencial de los gastos de aquella
unión “inverosímil”. Casi todos los días cargada como de costumbre con paquetes
más o menos voluminoso, llegaba a orillas del Sena, que recorría
infatigablemente hasta donde estaban los puestos de libros de ocasión. A
menudo, hablaba con la gente que se encontraba, traperos en su mayoría. Supimos
oir fin cuál era la naturaleza de su actividad: buscaba gangas. Es decir
buscaba ciertos objetos, y los compraba para, por supuesto, revenderlos
después. Todos tenían una característica en común: eran exclusivamente representaciones de gatos. Compraba estatuillas,
jarrones, mangos de cuchillo y otros utensilios de lo más variopinto. Tenía
gatos de bronce, de porcelana, de alabastro, de madera y de cualquier otra cosa
que se pudiera ocurrir. Más tarde nos enteramos que entregaba todos sus
hallazgos a un rico coleccionista, un personaje, que antes de la guerra,
frecuentaba a los teósofos de la sala Adyar. Los marchantes de arte de la rue
Jacob lo conocían muy bien: lo llaman el “Hombre-Gato”. Pero al tipo no le
gusta que hablen de él.
Aquel pequeño negocio parecía dar sus frutos: Mina
vivía mejor, ya no mendigaba y siempre tenía alguna moneda a mano. Cuidaba
tranquilamente de sus animales, que habían colonizado el tejado, desierto ahora
de palomas, y sobre todo cuidaba de su hombre. La calma sólo reinaba la pocas
semanas en las que Goupil disponía de algo de dinero, que sacaba de aquí y allá
trabajando a desgana. Así, cuando le venían mal dadas, no dudaba en quitarle el
dinero a Mina. Iba a dilapidar las cuatro monedas que conseguía en los burdeles
de la Mouffe, después de ordenar a su mujer que vendiera las últimas cosas que
le quedaban.
Mina sólo sabía responder a esa abominable actitud
con una resignación descorazonadora. Intentábamos en vano separarla de ese
hombre horrible. Ella sacudía la cabeza con tristeza, nos miraba extrañada y
decía con voz sorda: “¿Entonces, no lo habéis entendido todavía?...”. Sus
palabras nos hacían mucho daño.
No podíamos evitar recordar al gato desparecido,
pelirrojo y tuerto, como Goupil. El misterio desgarrador que rodeaba la
historia de aquella rara coincidencia paralizaba nuestra voluntad hasta el
punto de no poder hablar del tema entre nosotros. Trigou huía como de la peste
en cuanto Goupil se acercaba: evitaba pasar por delante de su casa y caminar
tras sus pasos. Sólo oír hablar de él resultaba odioso. Toda prueba de la
existencia de aquel hombre le inspiraba un horror enfermizo.
Séverin espiaba a Goupil de lejos, procuraba estar
enterado de sus tropelías y sólo le preocupaba saber cómo iba a acosar a Mina.
En cuanto a mí, intentaba decididamente vencer la
repulsión que sentía hacia él para acercarme, intentaba sondearlo y ganarme su
confianza. Me había codeado ya con tantos monstruos... Pero no sirvió de nada.
Fue una pérdida de tiempo y de dinero, porque en el universo de la Maube, donde
todo se licúa, mis únicos intentos de acercamiento consistían en ofrecerle una
copa tras otra. Él las engullía sin rechistar, excepto por las palabras
malsonantes que me dedicaba en cuanto le daba la espalda. Mi necedad y mi
insistencia le sobrepasaban, él respondía con gruñidos, muecas y a veces con
una sonrisa malvada.
En Navidad, pasamos por una mala racha. Por
diferentes razones, Séverin y Théophile tuvieron problemas con la ley.
Yo todavía no tenía trabajo estable y el estado
mayor londinense me hizo llegar, en lugar de las ayudas previstas en billetes
de banco, un cheque negociable en Argel (...¡!).
Hasta entonces, habíamos ayudado a Mina en todo lo
humanamente posible, aunque sabíamos que Goupil era el primero que se
beneficiaba de lo que nosotros nos privábamos con gran esfuerzo.
Lo último que se había sabido de Londres era que
se iban a entregar muy pronto mil (sí, mil) cartillas de racionamiento en
blanco, admirablemente copiadas del modelo que les había hecho llegar. No
obstante, en lugar de usar el papel infecto en el que se imprimen aquí, nos
lanzaron en paracaídas unas magnificas cartillas impresas en un magnífico papel
Bristol... Mejor dejémoslo estar.
El holgazán y cínico Goupil se volvió brutal al no
poder beber tanto como quería. Pegaba a Mina cuando volvía a casa con poco o
nada de dinero. Y nosotros, miserables, no podíamos hacer nada. Al periodo de
las palizas, que Mina soportaba sin abrir la boca, le siguió otro de
atrocidades muy bien pensadas. Una noche, Goupil, además de las ansias de vino
tinto, sintió también que tenía hambre. Dumont le había advertido y amenazado
en la portería de que se las tendría que ver con él si seguía maltratando a
Mina. Goupil no respondió. Sin decir ni pío, subió las escaleras y agarró un
gato, el más dulce y confiado, lo encerró en un viejo saco y ató una pesada
piedra alrededor. Después lo tiró al Sena.
Cuando supo de esta monstruosidad, Mina se enfadó
muchísimo y dio rienda suelta a su cólera desesperada. Goupil se volvió loco.
Tuvimos que arrancar a Mina de las garras de la bestia y ocultarla en el barrio
de la Glacière, en casa de un herrero pobre, pero amistoso.
Entonces, Goupil empezó a aterrorizar a todo el
mundo. Nadie se plantaba llamar a la policía. La gente aguantaba al demente y cada uno esperaba que
llegara rápido el ineluctable fin de la tragedia.
Esta situación duró quince días. Cuando Goupil se
cansaba de buscar a Mina, volvía a casa al anochecer y ahogaba a un gato, o tal
vez a dos. A los dos últimos se los comió y vendió sus pieles.
Un mediodía, cuando Mina imprudentemente había ido
a Les Halles a rebuscar entre las basuras, Goupil se le echó encima. La molió a
palos y la arrastró cogiéndola del brazo hasta su casa medio inconsciente. La
encerró con una cadena y se fue a matar
el tiempo en la calle sin perder de vista la entrada del edificio.
Volvió más tarde.
Un poco después del toque de queda, el ruido de
una terrible pelea despertó al vecindario. Goupil y Mina estaban enzarzados en
una lucha sin cuartel. La gente observaba el tejado desde sus ventanas.
La lucha cesó con un largo quejido.
El viejo Tacoine, que vive enfrente, afirmó haber
visto a un animal amarillo—aunque dice que no podría asegurar que fuese un gato
grande—huyendo por el tragaluz.
Por la mañana, Dumont, al que Séverin y yo
habíamos acompañado, forzó la puerta. En medio del increíble montón de cajas
rotas, de jirones, de inmundicias de todo tipo, no encontramos ni a Goupil ni a
Mina. Sólo a una gata gris, tiesa, colgada de los montantes.
En sus garras crispadas había matas de pelo rojo.
Recogí con cuidado eses pelos y le di una parte a mi amigo de la infancia B...,
peletero del barrio. Él me dijo:
—Es pelo de zorro.
Me lo volví a encontrar antes de ayer y me volvió
a decir:
—De hecho, han arrancado esta mata de pelo de una
piel no curtida. En mi opinión, pertenecía a un animal vivo.
En varias ocasiones he intentado relatar esta
historia. No sé qué sentimiento de repugnancia, qué inconsciente aunque
irresistible consigna me obligó a cambiarla y convertirla en un cuento
medieval. Tampoco sé qué me empuja a escribirla hoy, sin poder releerla. Sigue
resultándome demasiado penoso.
Olvidaba algo: me encontré un día al doctor N...,
el que sabía cosas y que había dicho que el gatito malvado “tenía
intenciones ocultas.” La bondad de ese hombre, sobre todo con los animales, es
legendaria. Me miró desconfiado y afligido a la vez. Abriendo su puerta de par
en par me dijo: “Ocúpese de lo que le concierne”.
Cuando leí por primera vez la historia de Mina, me emocionó, estaba viviendo una situación muy difícil y me ayudo a pasar el mal trago, la he vuelto a releer y siempre encuentro algún matiz o detalle nuevo.
ResponderEliminarGracias Julia y al editor.
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